El desprecio
Indicaba La Rochefoucauld que lo propio de la mediocridad es el creerse superior. De tal ceguera, el desprecio es entonces inevitable corolario. Pero aquel que se entrega a la ebriedad del desprecio olvida que para su víctima este es quizás el sentimiento que puede con mayor dificultad ser superado. La historia del colonialismo da buena prueba de ello. Los resistentes árabes de la Argelia francesa, o los compañeros de Mandela en Sudáfrica, habrán podido superar el haber sido víctimas de explotación económica, de maltrato físico y hasta de odio, pero dudo mucho que haya habido sutura para el sentimiento de que su comunidad era vista como intrínsecamente poco decente o, en el mejor de los casos, tratada con condescendencia. En el conflicto bélico de Argelia hubo sin duda crímenes por ambos lados. Mas en esos diferendos en los que la responsabilidad es compartida, si una de las fracciones es víctima de desprecio por parte de la otra se da una asimetría que confiere a la primera una legitimidad moral. Por eso fue imperativo en su día tomar posición contra los partidarios de la Argelia francesa.
Se extiende el vejatorio prejuicio de que una Europa que trabaja debe arrastrar a otra dada a la gandulería
El desprecio se manifiesta en ocasiones en forma exclusivamente verbal, pero entre seres de palabra esta es potencialmente arma temible, por cuyas heridas se exige reparación. Sea cual sea el resultado de la crisis de Siria, me atrevo a conjeturar que los términos rebaño y horda con los que un esbirro del clan familiar en el poder se refirió a las víctimas de la masacre de Deraa acabarán pesando fuertemente en la balanza.
El mayor peso de la crisis en la Europa periférica ha sido ocasión de que ciertos políticos y comentaristas expresen con impudicia opiniones hirientes para la dignidad y que inevitablemente dejan huella. El mismo día en que el primer ministro José Sócrates estaba llamado a justificar su gestión de la crisis social y financiera de Portugal ante los demás mandatarios europeos, el director de redacción del diario económico parisino La Tribune efectuaba el siguiente diagnóstico: "En los orígenes de la crisis se encuentra el problema... del menú gratuito. Durante 10 años los convidados del euro han estado en el festín sin pagar la cuenta... y he aquí que ahora les es presentada. Demasiado elevada para los comensales sin maneras, convertidos de nuevo en famélicos".
Ni que decir tiene que los míseros gorrones en cuestión son los que en otro artículo del mismo diario se continúa calificando de Pigs, acrónimo que algunos creían ya en desuso y aquí enmarcado en una amable frase relativa a lo imprescindible del "recurso al palo" dado "que el incentivo de la zanahoria, bajo forma de fondos estructurales, de los que se nutrieron ampliamente los Pigs, realmente no ha funcionado".
Que no se trate de opiniones vertidas en alguna publicación marginal, sino en el segundo periódico económico de Francia, constituye un indicio de que la manifestación del sentimiento de pertenencia a comunidades intrínsecamente superiores ha dejado de ser en Europa algo chocante. Cuando en marzo de 2010 la revista alemana Focus esgrimía en su portada una Venus de Milo haciendo la peineta a la Europa seria, y ponía despectivamente en duda que Grecia (al igual que España, Irlanda y Portugal) tuviera intención de devolver a Alemania su dinero, muchos estimaron que estábamos ante una provocación anecdótica. Vemos, sin embargo, que la cosa ha calado.
No se trata de una Europa a dos velocidades, se trata del vejatorio sentimiento de que una Europa limpia y que trabaja ha de arrastrar el peso de una Europa tendente a la gandulería. Obviamente no hay lugar para el análisis. Lejos queda el tiempo en que lo decente era intentar dar cuenta de las múltiples variables y la complejidad en la relación de fuerzas que desde el siglo XIX habían determinado la división de Europa entre zonas rurales y zonas fabriles. Los clichés y prejuicios se generalizan, entre países comunitarios y en el seno de muchos de ellos, contaminando de paso otras causas, empezando por legítimas reivindicaciones culturales y lingüísticas que, a la larga, nada tienen que ganar con tal amalgama.
Nadie duda de que la Europa periférica tiene intereses objetivos en seguir vinculada a los países rectores de la llamada Unión, entre otras cosas para intentar salir juntos del pantano social y moral en que estamos inmersos, pero desde luego no al precio de interiorizar una jerarquía vejatoria entre comunidades del continente, a veces pertenecientes a un mismo país.
Cuando los tribunos de la Liga Norte sintieron por vez primera que con total impunidad podían referirse a los meridionales italianos como parásitos aprovechados de los que era sano despegarse, algo en la dignidad de los ciudadanos europeos se había ya resquebrajado. Mucho tiene que ver con ello la pasividad ante un orden económico y social que implica renuncia al ideario de fraternidad e igualdad heredado de la Ilustración. Es simplemente hora de restaurar tal ideario.
Víctor Gómez Pin es catedrático de Filosofía.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.