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La construcción social de la soledad

Manuel Cruz

Ser adulto es estar solo", declaraba Rousseau. He aquí una de esas afirmaciones rotundas, tajantes, concluyentes, que abruman al lector con su exceso de verdad, y que, tal vez precisamente por ello, requieren alguna pequeña precisión que ilumine acerca de su correcto significado.

Empecemos para este objeto por una pregunta: ¿acaso es la soledad una condición que nos constituya o, por el contrario, es una circunstancia que nos acontece ocasionalmente y con la que unos se debaten y otros se complacen?

Según como se plantee el asunto, no faltan argumentos para sostener tanto que es imposible estar solo como lo contrario, que es imposible no estarlo. A favor de lo primero se hallaría la constatación de nuestra naturaleza insoslayablemente social, comunitaria, colectiva. Por recordar el trazo más conocido (y reiterado): nuestra dimensión de seres racionales viene -como han señalado tantos pensadores, desde Aristóteles a Tugendhat- ligada de forma indisoluble al lenguaje, y el lenguaje es siempre, por definición, lenguaje de la tribu.

La compañía de los demás se dice de muchas maneras. Soledad no es lo mismo que abandono

Reforzando este registro con un argumento de diferente orden, se podría observar también que la evolución de las sociedades contemporáneas ha ido más bien en la dirección contraria al del aislamiento de los individuos. En esa línea se podrían aportar datos heterogéneos pero concurrentes en su significado: por primera vez en la historia de la humanidad viven más personas en las ciudades (o sea, juntas) que en el campo, el desarrollo tecnológico de los medios de comunicación permite que hoy en día los individuos, por más aislados que puedan estar físicamente, se mantengan conectados tanto con la sociedad en general como con las personas que desee en particular, etcétera.

Por supuesto que a quienes sostienen que es imposible no estar solo tampoco parece faltarles argumentos. Quizá el más llamativo es el que hace referencia al carácter radicalmente solitario de determinadas experiencias. Pienso, como el lector habrá adivinado de inmediato, en la muerte, presentada en el pasado por buen número de filósofos (con Heidegger a la cabeza) como la prueba más incontestable de que la soledad es el punto de partida para pensar adecuada y correctamente la naturaleza profunda de los seres humanos.

Pero quizá no sea la mejor estrategia argumentativa andar contraponiendo circunstancias o situaciones que parecen avalar una posición u otra. A fin de cuentas, nuestra naturaleza social, colectiva, comunitaria no niega el que podamos estar solos. Más aún, probablemente es esa naturaleza la que explica mejor la forma, dolorosa, en la que se puede llegar a vivir lasoledad. Es porque estamos íntimamente entrelazados con los otros por lo que se nos puede llegar a hacer insoportable su ausencia.

Tal vez sea éste el cabo del que valga la pena tirar para intentar deshacer la pequeña madeja esbozada. En efecto, vista desde esta última perspectiva, cabría definir la soledad como la vivencia de que no importamos a aquellos que nos importan. La persona que le cuenta a otra su sentimiento de soledad no está incurriendo en una grosera contradicción (¿cómo va a estar solo alguien que tiene ante quien lamentarse de su soledad?), porque el supuesto de fondo es esa dimensión cualitativa, selectiva, de la soledad. Que incluso admitiría una vuelta de tuerca más: nos sentimos solos cuando no importamos de la manera que querríamos importar a aquellos que nos importan.

El adolescente perdidamente enamorado de su compañera de pupitre no obtiene el menor consuelo porque ésta le diga que siente un profundo afecto por él, o que lo considera su mejor amigo, y tiende a experimentar un sentimiento de abismal soledad por no ser correspondido.

Por descontado que la noción de importar dista de estar clara o de resultar inequívoca, por lo que habría que ser muy cuidadoso antes de deslizar afirmaciones que parecieran relativizar ese vínculo que mantenemos con los otros.

Los otros pueden importarnos de muy diversas maneras, y resultaría de todo punto improcedente poner en el mismo plano -o atribuir el mismo rango- la soledad amarga del anciano que ha sobrevivido a todas las personas importantes para él, que la del adolescente recién citado.

Pero, apuntado el matiz, valdrá la pena señalar el corolario que se desprende de todo lo dicho. Y es que hay importancias que nos vienen dadas (en muchos sentidos), en tanto que otras dependen por completo de nosotros. Una madre o un padre no deciden que sus hijos son importantes para ellos (si se lo plantearan en tales términos probablemente diríamos que son padres desnaturalizados), mientras que en el caso de relaciones de un tipo distinto lo propio es afirmar que implican de manera necesaria un alto grado de construcción.

No es solamente que uno elija, pongamos por caso, a sus amigos, sino que la relación misma de amistad, como suele decirse, se cultiva, esto es, reclama atención, cuidado e incluso mimo. Algo parecido cabría afirmar de la relación amorosa. A quien encadena en una proporción desmesurada desengaños en este terreno las personas allegadas le suelen reprender por los desafortunados criterios de selección de sus parejas.

Pero la tesis de que existen ámbitos en los que depende en un alto grado del propio sujeto quién importa y quién no presenta una contrapartida inevitable, que demasiado a menudo se deja de lado: hay una cuota ineludible de soledad, consustancial al hecho mismo de vivir con otros.

La adolescente del ejemplo anterior, a la que podemos suponer atenta, dulce y cariñosa con su amigo enamorado, le inflige, bien a su pesar, una cuota de dolor. No hay modo de sortear esa realidad: de la misma manera que todos conocemos la experiencia de estar solos, así también con considerable frecuencia no nos importan de la manera que ellas quisieran personas para las que nosotros podemos ser extremadamente importantes.

No queda más opción que el aprendizaje de la soledad, que el esforzado trabajo interior de no identificar soledad con abandono, de aceptar que la compañía de los demás se dice de muchas maneras. A fin de cuentas, por cambiar de registro (y recuperar de paso un argumento del principio), nadie está más solo que el que escribe y nadie, al mismo tiempo, puede esperar mayor compañía que la que proporcionan los textos.

Manuel Cruz es catedrático de Filosofía en la Universidad de Barcelona y director de la revista Barcelona METROPOLIS.

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