De la ciencia y del Gobierno
Nuestros nuevos gobernantes están comprensiblemente preocupados por el déficit, la deuda y la prima de riesgo y, apenas estrenados sus escaños, se han puesto manos a la obra para cuadrar el presupuesto a marchas forzadas.
Sus señorías suelen ser abogados y economistas y quizás hayan olvidado que sus móviles, sus ordenadores y los códigos de sus tarjetas de crédito existen porque mucha gente dedica vidas enteras a investigar las propiedades de los números.
Tampoco recuerdan que la tinta con la que escriben y los empastes de sus muelas están hechos de materiales desarrollados después de años de experimentación. Es posible que piensen que las vacunas de sus hijos o las tabletas que bajan la tensión a sus padres han aparecido espontáneamente en las estanterías de las farmacias. Por eso, han decidido que no vale la pena mantener un Ministerio de Ciencia que promueva el estudio de extravagancias como los números, la luz, los genes o la sustancia de la que están hechas las cosas. Un ministerio que, a pesar de las limitaciones económicas, defienda la investigación como base de la innovación y el desarrollo y transmita a la sociedad el valor del conocimiento. Un ministerio que ofrezca una mínima perspectiva de futuro a una generación de jóvenes científicos que empiezan a considerar la emigración como una asignatura obligatoria de sus estudios.
A fuerza de reducir gastos vamos a alcanzar el rigor mortis de los cristales. Pero sus señorías tampoco creen que haya que dedicar atención a los cristales. Aunque lleven gafas.
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