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La caza: mi punto de vista

¿Qué puedo yo decir sobre la caza que no haya dicho antes? En estas circunstancias, uno acaba, como casi siempre, agarrándose al famoso prólogo del maestro, repitiendo aquello de que la caza torna paleolítico al hombre civilizado y le procura unas vacaciones de humanidad. Porque esto que el señor Ortega dijo hace exactamente cuarenta años, cuando aún el corsé de la civilización no nos oprimía tanto, se va acreditando a cada año que pasa. Ahora bien, siendo esto verdad, ¿es toda la verdad? Al salir al campo cada domingo, ¿procuramos solamente sentirnos paleolíticos por unas horas? Yo creo que a esto habría que añadir un matiz sustancial. El hombre-cazador o el hombre-pescador, que tanto monta, sale al campo, no sólo a darse un baño de primitivismo, sino también a competir, a comprobar si sus reflejos, sus músculos y sus nervios están a punto, y para ello, nada como cotejarlos con los reflejos, los músculos y los nervios de animales tan difidentes y escurridizos como pueden serlo una trucha o una perdiz. Tenemos, pues, que en la caza subyace un sentimiento de confrontación, de duelo, que tiende en definitiva a demostrarnos si nuestra inteligencia y nuestra resistencia física son capaces todavía de imponerse al instinto defensivo, la rapidez y la astucia, de una perdiz o un conejo. Esta competencia implícita exige una lealtad, una ética. El hombre-cazador debe esforzarse, por ejemplo, porque este duelo se aproxime al rigor que presidía los torneos medievales: armas iguales, condiciones iguales. Por sabido, la perdiz no podrá disparar sobre nosotros, pero nosotros quebraremos el equilibrio de fuerzas, incurriremos en deslealtad o alevosía, si nos aprovechamos de sus exigencias fisiológicas (celo, sed, hambre), de sofisticados adelantos técnicos (transmisores, reclamos magnetofónicos, escopetas repetidoras), o de ciertos métodos de acoso (batidas, manos encontradas) para debilitarla y abatirla más fácilmente. De aquí que yo no considere caza, sino tiro, al ojeo de perdiz y recuse la caza del urogallo -mientras canta a la amada, a calzón quieto-, por considerarlo un asesinato. En una palabra, para mí, la caza exige un desgaste, una cuota de energía -cada cazador debe elaborarse por sí mismo su propia suerte- y un respeto por el adversario, lo que equivale a decir que el éxito de una cacería no depende del morral más o menos abultado conseguido al final de la jornada, sino del hecho de que nuestros planteamientos tácticos y estratégicos hayan sido acertados y al menos en alguna ocasión hayamos logrado imponerlos a la difideñcia instintiva de la pieza. Entendida la caza de este modo, una jornada de dos perdices, bien trabajadas, limpiamente abatidas, puede ser más gratificadora que otra de dos docenas con todos los pronunciamientos favorables. No es, pues, la cantidad, sino la dosificación de nuestro esfuerzo y el acierto de nuestras intuiciones, lo que determina el éxito o el fracaso de una cacería; nuestro grado de satisfacción, en suma.

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Ejercicio deportivo

De lo antedicho se deduce que la caza-caza, la caza al salto o en mano, tal como yo la. practico, constituye un auténtico ejercicio deportivo. Hay, sin embargo, quien no repara en sutilezas y considera que la caza, en cualquiera de sus manifestaciones, es un esparcimiento cruel. Nos llevaría demasiado tiempo discutir este extremo, mas si admitimos que el hombre es un animal carnívoro y que para mí no es lícita la caza de un animal gastronómicamente inútil, convendremos que la muerte de una perdiz de una perdigonada no es objetivamente más cruel que cualquiera de los métodos que habitualmente se emplean para el sacrificio de las aves de corral. No deja de ser chocante que, a medida que en la sociedad actual se endurece la postura del hombre contra el hombre -las recientes y horribles matanzas de Beirut y la tibia reacción del mundo así lo acreditan- se extiende un hipócrita franciscanismo que contrasta con aquellas actitudes. En Alemania me contaban que uno de los guardianes del campo de exterminio de Dachau, lloró el día que se le murió un canario.

Lo que hay que preguntarse entonces no es si la caza es cruel o no lo es, sino qué procedimientos de caza son admisibles y qué otros no lo son. Si la caza sirve para el hombre, para su desarrollo y plenitud, o no sirve. Y el hecho de que en el país se expidan anualmente un millón de licencias, invita a pensar que sí. No se me escapa que dentro de este millón existen no pocos pirotécnicos -su objetivo es quemar pólvora en salvas- y otros que ven en la caza, en algunas manifestaciones aristocráticas de la caza, una actividad adecuada para acabar de perfilar su imagen. Mas, esto aparte, si la afición a la caza aumenta y aceptamos que se trata de un ejercicio adecuado para aliviar la tensión, individual y social, apoyemos este deporte, democraticémoslo, demos entrada en él a los más posibles. ¿Cómo? ¿Aboliendo los cotos? He aquí otro problema y no baladí ni inoportuno. El ideal de la caza sería, sin duda, el de hombre libre, en tierra libre, sobre pieza libre. Mas tal cosa, a estas alturas de civilización, ya no es posible.

La supresión de los cotos -únicos criaderos de caza- comportaría inevitablemente el arrasamiento del campo en menos de dos semanas. ¿Qué hacer, entonces? He aquí un punto a estudiar, aunque quizá el fenómeno de los cotos mixtos -de pueblerinos y ciudadanos- y el desarrollo del coto social -donde cualquier persona se pueda dar el gustazo, por un precio razonable, de cazar un sardón guardado- puedan ser, entre otras, dos soluciones congruentes. En cualquier caso, hoy ya nadie puede soñar en salir con la escopeta a sacarle una renta al campo al tiempo que se divierte. Hoy la caza, como los toros y como el fútbol, tiene que costar algo.

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