Los arquitectos son de Venus
Los actuales conflictos en torno a obras emblemáticas realizadas en Madrid, Bilbao o Santiago revelan las asperezas que definen las relaciones entre el poder y los profesionales de la arquitectura
Los políticos son de Marte, los arquitectos de Venus. Parafraseando al neoconservador Robert Kagan, que en Poder y debilidad explicaba en esos términos las divergencias entre estadounidenses y europeos, los actuales conflictos entre políticos y arquitectos en España -del despido de Juan Navarro Baldeweg en Madrid o el pleito de Santiago Calatrava en Bilbao a la investigación parlamentaria del proyecto del norteamericano Peter Eisenman en Santiago de Compostela- podrían atribuirse a la diferente posición de cada grupo en el teatro de sombras de la representación social. Mientras los políticos forcejean por el poder mediante campañas esmaltadas de vocabulario bélico, los arquitectos habitan un paraíso amniótico de belleza sensual y seducción simbólica. Cuando estos universos paralelos se encuentran, la arquitectura deviene el reposo del guerrero, el objeto de deseo del político entregado al desordenado apetito de la cupiditas aedificatoria, o el sueño húmedo del estadista empeñado en dejar tanta huella en la geografía como en la historia. Pero el paraíso del poder político y el poder del paraíso arquitectónico son trenes que se cruzan en la noche, y sólo en raras ocasiones la voluntad del político y la imaginación del arquitecto entran en resonancia para levantar monumentos memorables: el Chandigarh de Le Corbusier no existiría sin el Pandit Nehru, como la Brasilia de Óscar Niemeyer no puede separarse de Juscelino Kubitschek, o como el propio Guggenheim de Frank Gehry no hubiera llegado a tomar forma sin la luz verde de Xabier Arzalluz.
Rara vez los arquitectos rehúyen un encargo por motivos políticos o razones éticas La arquitectura deviene sueño del estadista empeñado en dejar huella en la historia
En cualquier caso, hacen falta dos para bailar un tango, y la historia de la arquitectura del pasado siglo está pespunteada con los nombres de patronos y clientes que supieron trenzar el paso con sus arquitectos. Muchos fueron magnates con sensibilidad cultural o deseo de reconocimiento, y así aparecen el Edgar Kaufmann o la Hilla Rebay de Frank Lloyd Wright, la Phyllis Lambert de Mies van der Rohe, el Paul Mellon de Louis Kahn o la Dominique de Menil de Renzo Piano, corresponsables de muchas de las obras maestras del siglo en Estados Unidos. En Europa, sin embargo, el protagonismo de la iniciativa pública fue significativamente mayor, y los políticos adquieren tanta relevancia como para poder hablar de la Roma de Mussolini o el París de Mitterrand, trazando un arco que se extiende desde las utopías totalitarias -Hitler o Stalin, pero también el primer Franco o el último Ceausescu- hasta los grandes proyectos urbanos de las democracias. Estas nupcias profanas entre el arquitecto y el político alcanzan hoy los confines del planeta, y la Rusia de Vladímir Putin o el Kazajistán de Nursultán Nazarbáyev compiten con los emiratos del Golfo o el Pekín olímpico en manifestar a través de las obras emblemáticas su pujanza económica, barnizando sus regímenes autocráticos con el espectáculo de la celebridad arquitectónica.
A decir verdad, los arquitectos que levantan los hitos equívocos del auge oriental son los mismos que recientemente se reunían con Nicolas Sarkozy en el palacio del Elíseo para componer la foto de familia de una presidencia francesa capaz de promover reformas radicales mientras selecciona un dream team de constructores que asegure su lugar en la historia. Tal coincidencia no debería causar demasiada sorpresa, porque en estos tiempos de ideologías débiles los arquitectos han hecho de la realpolitik su religión, y son raros los casos en que rehúsan un encargo por motivos políticos o razones éticas. Incluso en etapas históricas más polarizadas, los grandes maestros han procurado adaptarse a la temperatura del momento, y al igual que Mies realizó un monumento a Karl Liebknecht y Rosa Luxemburgo con la hoz y el martillo para después procurar agradar a los nazis diseñando un pabellón con la cruz gamada, Le Corbusier intentó ser el arquitecto del régimen colaboracionista del mariscal Pétain para, tras la guerra, acabar construyendo la Unité d'Habitation bajo los auspicios del primer Gobierno del general De Gaulle. Con estos antecedentes, los devaneos de nuestras estrellas arquitectónicas parecen casi pecados veniales, si ésta es la consideración que nos merece la actual situación de los derechos humanos o las libertades democráticas en China, las ex repúblicas soviéticas o los emiratos del Golfo.
La élite de los arquitectos muestra hoy tan escaso apego a las coloraciones ideológicas como los futbolistas profesionales a las camisetas de sus clubes; se ofrece al mejor postor, y su integridad se refugia en la exigencia artística. El caso Calatrava lo ilustra mejor que cualquier otro: cuando su Valencia natal giró hacia la derecha durante la primera mitad de los años noventa, el arquitecto no tuvo dificultad en modificar su colosal proyecto para la Ciudad de las Artes y las Ciencias -sustituyendo una titánica torre por el actual auditorio- para acomodarlo a las prioridades del nuevo poder político; pero cuando el mismo Ayuntamiento peneuvista de Bilbao que le encargó la pasarela de Uribitarte autoriza el desafortunado ensamble de otra diseñada por Arata Isozaki, Calatrava recurre a los tribunales reclamando respeto a su propiedad intelectual. Socialistas o populares, tanto da: las formas escultóricas del valenciano pueden ponerse al servicio (y representar la gestión) de los unos o los otros, de la misma manera que fueron el emblema tanto de la Expo de Lisboa como de los Juegos Olímpicos de Atenas; sin embargo, una barandilla mal articulada es un casus belli, una ofensa artística que transforma a los arquitectos venusinos en litigantes marcianos y belicosos.
Menos explicación tienen los últimos desencuentros madrileños y gallegos. En la capital, el Teatro del Canal fue un proyecto promovido por Alberto Ruiz-Gallardón que Esperanza Aguirre heredó con desafecto; en lugar de apropiárselo a beneficio de inventario modificando algún elemento del programa -como es la cínica pero eficaz práctica habitual-, la presidenta regional ha preferido dejar la obra en vía muerta, confiando quizá en que se marchiten las ambiciones melódicas y escénicas de su predecesor, y atropellando de paso a un arquitecto ensimismado, que cruza la calle de la política sin acordarse de mirar. Y en Santiago de Compostela, la derrota electoral de Manuel Fraga dejó a medio construir la obra por la que probablemente querría ser recordado, la Ciudad de la Cultura de Galicia, y sus sucesores en la Xunta deshojan hamletianamente una margarita que sólo puede llevarles a hacer suyo el complejo y llevarlo a término, con las enmiendas y alteraciones que proceda, porque el fracaso o el éxito del proyecto no pertenece ya al veterano político de Villalba, sino a los que hoy ocupan los despachos del Pazo de Raxoi. El Parlamento de Escocia también llevó a cabo una investigación sobre su propia sede, diseñada por el prematuramente desaparecido Enric Miralles, y la censura del desbordamiento presupuestario no impidió a la obra obtener el más prestigioso galardón británico -el Premio Stirling- y convertirse en un símbolo del auge escocés, como sin duda ocurrirá en Galicia con la Ciudad de la Cultura si sus responsables saben llevarla a buen puerto.
Todas las grandes obras son polémicas, y todas sobrepasan los límites de los periodos legislativos, corriendo el riesgo de las mudanzas políticas. La Barcelona olímpica o la Expo de Sevilla, el Guggenheim o el Prado, las estaciones del AVE o la nueva generación de aeropuertos: ninguna de las realizaciones que han transformado el territorio y la imagen del país se ha ejecutado sin ásperos enfrentamientos políticos y mediáticos. Pero los arquitectos son de Venus, carecen por entero de poder, y sólo pueden aspirar a sobrevivir en el campo de Agramante del conflicto partidario si los contendientes los respetan como a la Cruz Roja, y aún así siempre estarán expuestos a una bala perdida. Los políticos de Marte, sucumban o no a la seducción de la arquitectura, deberían entender que no es necesario disparar sobre el pianista, que está ahí para interpretar la canción que se le solicite. El arquitecto construye los sueños del sultán, pero es sólo un eunuco de su harén. Aunque también es cierto que, acaso cegado por su proximidad al poder, con frecuencia imagina estar levantando una obra propia, y olvida que se alquila para soñar los sueños de otros: como en la pieza de Arrabal, y contra toda evidencia, cada mañana espera que el emperador de Asiria se ofrezca como desayuno.
Luis Fernández-Galiano es arquitecto.
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