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Del antisemitismo a la islamofobia

En El cementerio de Praga, Umberto Eco, a través del personaje Simonini, novela la génesis en el siglo XIX de las ponzoñosas mentiras que volvieron a convertir a los judíos en el chivo expiatorio de todos los males de Europa y que condujeron al horror del Holocausto. Como recuerda Umberto Eco, los individuos, movimientos y servicios secretos que fabricaron ese enésimo renacer del antisemitismo europeo tenían en común un rechazo visceral de la Ilustración y lo que conlleva de libertad, tolerancia, pluralismo y cosmopolitismo. Desacreditado y hasta criminalizado hoy el odio al judío, la islamofobia lo ha sustituido en los movimientos reaccionarios occidentales del siglo XXI como nutriente de las ideas y los sentimientos de odio al otro, al diferente, al extranjero.

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La doble matanza perpetrada en Noruega por el ultraderechista Breivik no es un suceso aislado, es una espantosa manifestación del ascenso en Europa y Estados Unidos del odio al musulmán como bandera de enganche de los que reivindican la mítica pureza de la aldea primigenia occidental, aquella dominada por el campanario. Heredera de la reacción del siglo XIX y el fascismo del siglo XX, esta visión va acompañada, por supuesto, del rencor contra la izquierda ilustrada y universalista, "cómplice" hoy de los musulmanes como ayer lo fue de los judíos.

No es solo que partidos de ultraderecha obtengan buenos resultados electorales en Noruega, Dinamarca, Finlandia, Holanda, Austria, Francia, Hungría e Italia; es que su agenda de satanización de los inmigrantes musulmanes impregna crecientemente a los partidos conservadores del establishment. Incluso en España, los avances de grupos abiertamente islamófobos en Hospitalet, Santa Coloma, Mataró, Silla o Alcalá de Henares, la simpatía por el populismo xenófobo de votantes de las derechas españolista y catalanista tradicionales y los ladridos matamoros de esos que José María Izquierdo llama cornetas del Apocalipsis, siembran serias dudas sobre el dogma de que nuestra democracia está inmunizada contra la ultraderecha. Es significativo que diarios españoles presenten estos días a Breivik como "un loco aislado", a la par que piden que "no se criminalicen sus ideas".

Al igual que el antisemitismo, la islamofobia tiene viejas y profundas raíces en Europa. Se remontan a la propaganda de guerra de las Cruzadas y la Reconquista, fueron irrigadas durante la ocupación colonial del norte de África y Oriente Próximo e identifican sumariamente al moro, el árabe, el sarraceno, el turco, el musulmán, todos juntos y revueltos, con la barbarie y el fanatismo. En nuestro tiempo, cierto es, el ominoso Bin Laden y los atroces atentados de Al Qaeda han dado alas a estereotipos que afirman que el islam es en sí mismo incompatible con la democracia y los derechos humanos, y todos los musulmanes, unos terroristas o, como mínimo, unos fundamentalistas en potencia.

En la primera década de este siglo, el miedo provocado por el 11-S fue explotado para reducir libertades y derechos en Occidente y para estigmatizar como sospechosos de oficio a los inmigrantes musulmanes. Estos no son presentados como seres humanos que hacen muchos de los trabajos que los nativos no quieren, ni como gente que, según todos los estudios y sondeos, acepta mayoritariamente los principios y valores de la democracia, incluidos el laicismo y la igualdad de géneros, sino como la quinta columna de una conspiración para islamizar nuestros países y terminar prohibiendo el alcohol, haciendo festivo el viernes y estableciendo la obligatoriedad del velo femenino. Y así, en sociedades con gravísimos problemas económicos, sociales y políticos, se exageran hasta el disparate asuntos como el del chador que solo afectan a unas decenas de personas.

En la existencia de un plan secreto para islamizar Europa, toda una versión contemporánea de los Protocolos de los Sabios de Sión, cree el asesino Breivik y creen millones de europeos. "Es como Hitler, pero con los musulmanes", declaró ayer en este periódico el sociólogo noruego Johan Galtugn. Tiene razón: estas ideas, como las del Mein Kampf, el nacionalismo totalitario de ETA o el milenarismo yihadista de Bin Laden, matan.

La vida es móvil y los análisis de hace una década ya no sirven hoy. Lo sensato es decir que los desafíos violentos a nuestras democracias son múltiples y que unos crecen mientras otros reculan. En España, por ejemplo, aún sufríamos el azote de ETA cuando el yihadismo nos golpeó brutalmente el 11-M. Así que, sin descartar que una Al Qaeda en reflujo aún pueda matar en cualquier momento y lugar, una fiera surgida del seno de nuestras sociedades acaba de mostrar en Noruega sus fauces sangrientas.

Diez años después del 11-S, la nueva amenaza para nuestra libertad y seguridad no viene de fuera, sino de dentro: es el renacimiento de una ideología que, aunque en la mayoría de las ocasiones ya no exhiba esvásticas, haga el saludo romano y vista correajes de cuero, ha sustituido el antisemitismo por la islamofobia y sigue aborreciendo el Siglo de las Luces, al que ahora llama Mayo del 68. Los Breivik y compañía, sus pelotones de choque, creen que deben exterminar al enemigo -los infieles musulmanes y los herejes progresistas- para salvar la civilización blanca y cristiana. Estremece descubrir que la estrategia antiterrorista de la Unión Europea ni tan siquiera es consciente de la existencia de la nueva peste parda.

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