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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Valedores de la Corona

La Monarquía debe recuperar la discreción mantenida durante tres décadas

La decisión de perseguir penalmente a dos caricaturistas de la revista El Jueves, condenados a sendas multas por injurias a los príncipes de Asturias, supuso el inicio de una sucesión de incidentes que culminó en la Cumbre Iberoamericana de Santiago de Chile, cuando el Rey mandó callar abruptamente al presidente venezolano, Hugo Chávez. Entre un episodio y otro tuvieron lugar los disturbios en los que se quemaron fotos del jefe del Estado, se conoció el contenido de una áspera conversación entre el Monarca y la presidenta de la Comunidad de Madrid y las relaciones con Marruecos han sufrido un deterioro cuyo alcance sólo se conocerá cuando Rabat dé alguna indicación de cuándo y con qué instrucciones se propone enviar de vuelta a su embajador. En más de tres décadas de reinado, la figura del Rey nunca había acaparado tanto protagonismo, sobre todo tanto protagonismo envuelto en polémica.

La Constitución de 1978 estableció un sistema de Monarquía parlamentaria en el que el Rey reina, pero no gobierna. A efectos prácticos, eso significa que es el Gobierno el que asume la responsabilidad política por los actos del Monarca, según se establece en el artículo 64 de la Constitución a través de la fórmula jurídica del refrendo. Se trata de un equilibrio delicado en el que, hasta ahora, don Juan Carlos había cumplido de manera impecable con la parte del pacto constitucional que le correspondía. Incluso en situaciones difíciles, como las que se complacía en provocar el ex presidente Aznar en cada ocasión en la que, pública y arrogantemente, exhibía el sometimiento constitucional del jefe del Estado a las decisiones políticas del Ejecutivo.

El refrendo parece estar deteriorándose en los últimos tiempos, quizá como resultado de la presión a la que la Monarquía está siendo sometida desde diversos ángulos, empezando por cierta prensa sensacionalista y de ultraderecha, siguiendo por fuerzas políticas extremistas de diverso signo y terminando por el untuoso cinismo de una parte de la Conferencia Episcopal. Sea cual sea el grado de responsabilidad que cupiese atribuir a la Corona, es el Gobierno quien tiene la responsabilidad de reconducir al cauce institucional las relaciones entre la jefatura del Estado y el Ejecutivo. En la adecuada gestión de esas relaciones radica una de las más importantes garantías para el funcionamiento interno del sistema político de 1978 y también para la eficacia del papel internacional que la Constitución reconoce al Monarca, en especial en relación con los países iberoamericanos.

Se incurre en una subrepticia contradicción cuando, como viene haciendo el Partido Popular, una fuerza política pretende presentarse como su único y más resuelto garante: tanto riesgo representa para la Monarquía que algunos partidos la rechacen como que otros compitan por obtener el monopolio de su defensa. El resultado es siempre que la jefatura del Estado pasa a ser objeto de controversia política, algo que no se debería trivializar si se tiene en cuenta que, en la Constitución de 1978, la Monarquía parlamentaria y el pacto de las libertades no aparecen como dos elementos separados. Plantearse la viabilidad de uno exigiría asumir la tarea de renegociar el otro, algo definitivamente inviable dada la fractura política que se ha instalado en España.

Los dos grandes partidos harían bien en dejar en paz los asuntos relacionados con la forma de Estado, colaborando para sacarlo del primer plano y evitando una insensata competición electoral para ver quién es el mayor valedor de la Corona. En estricta correspondencia, sería bueno que la Corona quedara de nuevo resguardada por la eficaz discreción mantenida durante las tres décadas más prósperas y estables de nuestra historia.

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