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Situación límite: ¡Ultraje a la paella!

Con esta peste catastrófica de las autonomías, las identidades, las peculiaridades distintivas, las conciencias históricas y los patrimonios culturales, la inteligencia de los españoles va degradándose a ojos vista y se la ve ya acercarse peligrosamente a los mismos umbrales de la oligofrenia. Reciente está todavía, en estas páginas, la oleada de cartas catalanas sobre el inefable pleito de la eñe, con las que ese tremendo vanidoso de Juan Benet ha debido de disfrutar como un enano, aunque a costa de merecer, por lo demás, la tacha de pescador de aguas fáciles, pues es sabido que los catalanes siempre pican; que con ellos es como con las tencas: no hay más que echar el anzuelo y recoger.Sobre el modelo siempre delirante del agravio al abstracto (agravio al pueblo, agravio a la patria, agravio a la bandera y ahora también agravio a la Ñ o a la NY), el furor autonómico propende arrebatadamente a elevar a la categoría abstractiva y a la capacidad simbólica cuantas cosas se muestren mínimamente combustibles a la fallera llama del narcisismo y la autoafirmación, multiplicando pavorosamente el número de cosas susceptibles al agravio. Así hemos venido a llegar en estos últimos días a la situación límite de que hoy puede verse agraviada hasta la propia paella valenciana. No digo esta o aquella paella singular, en la medida en que de éstas sí puede decirse, con algún fundamento de razón y sin agravio de mayor cuantía, que una es peor que otra -aunque por ofendido suele darse más bien el cocinero, sin que el guiso dé muestra de sonrojo o de cólera ostensible-, sino la paella misma, el universal paella, la paella ontológica, la paella sub specie aeternitatis o, en fin, en una palabra, la paella como idea pensada por el mismísimo Platón.

Sí, esta paella ha sido la que, según la Prensa, acaba de llamarse a agravio o, más literalmente, a menosprecio grave, a causa de una campaña preventiva contra los incendios forestales que -por la desgraciada circunstancia de ser precisamente la paella uno de los guisos más frecuentes de las giras campestres y, en consecuencia, motivo recurrente de hacer lumbre en el campo- ha cometido la temeridad de esgrimir los eslóganes de "hay paellas que matan" y "la paella es el plato más caro del verano", queriendo solamente recordar las desdichadas consecuencias para haciendas y a veces para vidas que de cualquier descuido en el manejo de las correspondientes fogatas culinarias se pueden derivar.

Pues bien, por boca de don Ignacio Gil Lázaro, diputado por Valencia del Grupo Parlamentario Popular, la paella valenciana se ha llamado inmediatamente a agravio por los eslóganes transcritos, interpelando al ministro de Cultura, a fin de que en el acto proceda a retirar semejante propaganda, por cuando -transcripción literal de los periódicos- "menosprecia gravemente el patrimonio cultural autóctono valenciano". "¡Cosas veredes Myo Cid -y nunca mejor dicho- que farán fablar las piedras!".

En este punto, no debo yo ocultar que, para mí, la llamada cultura gastronómica es, en su mayor parte, uno de los aspectos más tristes, más lastimosos, más estériles y más deleznables de toda la cultura, ya que su desarrollo más caracterizado se debe fundamentalmente a machos solitarios reunidos en pandilla después de verse expelidos de la cama, ya por su propia incapacidad para el amor, ya por la de sus mujeres, ya, en fin, por ambas cosas a la vez, y es, por tanto, producto, en esa misma medida, de una de las más graves y profundas fracturas en las propias entrañas de una sociedad. Así viene a mostrarlo, de manera difícil de esquivar o de tergiversar, el carácter exclusiva y excluyentemente varonil de las sociedades gastronómicas, en las que la buena mesa se nos manifiesta específica y determinadamente como la anticama.

Lejos de mí tamaña enormidad cómo la de decir que entre la glotonería y el terrorismo no queda más que un paso (pues, aunque un paso fuera, todo un abismo moral seguiría estando en medio), pero tampoco tengo por casual, en modo alguno, el hecho de que en el País Vasco concurran de manera singular dos clases típicas de comunidades varoniles: las sociedades gastronémicas y las fratrías marciales, representadas éstas, hoy en día, por los etarras.

Pero sea de esto lo que fuere, esto es, independientemente de mi falta de aprecio personal por la llamada cultura gastronómica, no hay desde luego operación más bárbara, más inculta, o sea, más destructiva para cualquier forma de cultura agente y operante, que la de su elevación a patrimonio cultural, con la correspondiente inscripción en el registro de la propiedad central o periférica, ni tampoco podría concebirse insidia más venenosa para cualquier bien sensible que la de convertirlo en algo preñado de significación, por decirlo con esta expresión tan favorita en la jerga periodística de la época de Franco.

Y aunque uno esté tan lejos de ser ningún ferviente partidario del aborto terapéutico como de ser ningún entendido y exquisito degustador de paellas, creo que en el caso de la pobre paella valenciana, que, literalmente violada por la brutalidad de los furores autonómicos, tiene que verse, así, de pronto, preñada de significación, estaría casi a punto de recomendar, como indicado al caso, el inmediato aborto terapéutico, pues apenas consigo imaginarme un comistrajo más incomible y más indigerible que una paella con sabor a patrimonio cultural autóctono y además valenciano, sabor quer no puede ser más que algo así como un repelente deje a herrumbre y naftalina, complementado en este caso con un toque de orines fermentados de Babieca.

Por todo lo cual ya desde ahora advierto que, si por un azar, afortunadamente harto impensable, me viese yo algún día -Dios no lo quiera, aunque tampoco dejaría de afrontar valientemente mis responsabilidades- convertido de pronto en presidente del Gobierno, tengo muy meditado que, por el bien de los españoles, mi primer acto de gobierno no podría ser otro que un decreto-ley prohibiendo inmediatamente y sine die los Sanfermines de Pamplona, las Fallas valencianas, la Feria y Semana Santa de Sevilla, la Romería del Rocío y toda especie de fiestas semejantes, amén de incoar, simultáneamente y por la vía de urgencia, un proyecto de ley orgánica para la abolición de la Virgen del Pilar (¡Dios, qué descanso para Zaragoza, para Aragón y para España entera!).

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