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El reto de la inmigración

SAMI NAÏR y JAVIER DE LUCAS

¿Podemos hacer frente a las profundas transformaciones que comportan los actuales flujos migratorios que se orientan hacia los países de la UE? Esta es una cuestión que aparece cada vez más como condición sine qua non para alcanzar los objetivos de la construcción europea. Y es cierta su relevancia. Pero la opinión pública parece dominada por un enorme malentendido. que permite hacer de la inmigración un problema, incluso el problema, desde el punto de vista de la contienda electoral, mientras impide obtener éxito al afrontar ese desafío. En realidad, al hablar del "problema inmigración" se incurre con frecuencia en varias confusiones. Señalaremos dos.La primera es la radical incomprensión de la naturaleza de la inmigración como fenómeno social, esto es, su globalidad, y en un doble aspecto: a) en primer lugar, la inmigración es un hecho social total porque actúa sobre todos los elementos del conjunto social. Eso significa que no entendemos nada cuando la analizamos o pretendemos responder a ella sólo en la dimensión laboral o, a lo sumo, en términos de su función en el mercado de trabajo. Por supuesto que se trata de movimientos demográficos conectados con la tradicional inmigración laboral, pero no sólo, pues hoy crece el flujo migratorio que pretende la inserción estable en el país de destino y asimismo cambia su composición al aumentar el porcentaje de inmigrantes de clase media, cuadros, estudiantes... Además, b) es un hecho de dimensiones planetarías, que debe entenderse en el contexto de la mundialización. En efecto, más de 120 millones de personas se ven implicadas en esos flujos, pero sobre todo en y entre los países del Sur, y no -como reza el tópico- desde el Sur hacia el Norte rico. No se comprende la inmigración cuando sólo se presenta en los términos del fobotipo de la invasión o el desbordamiento de la barca europea que ya estaría demasiado llena, y erramos cuando, en lugar de advertir que nos encontramos ante un desafío histórico que exige soluciones de alcance global, se insiste en presentarla como un peligro que cada país puede eliminar por su cuenta mediante el cierre de las fronteras nacionales.

La segunda es desconocer que, frente a la patraña que nos habla de movimientos compulsivos y amenazadores guiados por el espejismo de la riqueza, la inmigración está integrada hoy en el modelo de economía global.Es importante reconocer que, en efecto, la mayor parte de los movimientos migratorios se desarrolla actualmente en el contexto de una aparente paradoja: un sistema mundial de trabajo cerrado, al mismo tiempo que de economía abierta. Es decir, un modelo de fuerte explotación de la mercancía-trabajo, como lo revela la utilización, la funcionalidad del trabajo clandestino, que llega incluso a convertirse en insustituible (como lo revela la ausencia de voluntad política de actuar frente a ese fenómeno que constituye la modalidad contemporánea de la esclavitud). A la vez, esos flujos migratorios se generan y gestionan para que sean funcionales en el proceso de mundialización y de competencia salvaje propio del universo del liberalismo económico: cumplen la función de desestabilización interna de la mano de obra y son moneda de cambio en las relaciones de dependencia Norte-Sur.

Frente a esos sofismas, la primera exigencia es conocer la realidad. Es decir, analizar esos movimientos y definir su estructura y función. En segundo término, es preciso organizar, planificar y orientar los flujos migratorios. Es una actividad con dos sentidos, pues, como advierten los expertos, resulta imprescindible poner en marcha acuerdos con los países de origen de la inmigración, proyectos y programas que permitan utilizar la inmigración como vector de codesarrollo, de todas las partes implicadas: ése es el auténtico desafío.

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En efecto, hay que dar un paso más respecto a otras respuestas con las que se pretende hacer frente al reto, como el establecimiento de espacios de mercado común o la política de cooperación. De un lado, se trata de superar la propuesta de establecimiento de espacios de libre comercio que se constituyen sin alteración de las enormes diferencias estructurales entre los agentes que teóricamente compiten en condiciones de igualdad. El Mediterráneo es un buen ejemplo de ese sofisma. El establecimiento de una zona de libre comercio estimulará sin duda el dinamismo de los agentes de mercado de los países de la ribera Norte, al tiempo que descapitalizará a los del Sur, lo que acrecentará la relación inversamente proporcional entre crecimiento demográfico y PIB entre las dos orillas, e incentivará los fenómenos migratorios en su dimensión de último recurso, de bomba demográfica. Por lo que se refiere a las políticas de cooperación, sin duda constituyen un paso positivo, pero quedan a medio camino. En efecto, se trata de recordar una vieja lección presente incluso detrás del egoísmo racional de la teoría de juegos: la mejor forma de garantizar el propio interés, y es de nuestro mayor interés la estabilidad y la seguridad, no es la ayuda humanitaria, sino la búsqueda, la obtención del interés común. Hay que determinar esos intereses comunes y establecer programas que aseguren su optimización.

En términos de políticas de inmigración, la primera consecuencia es la necesidad de abandonar la estrategia de cierre de fronteras para poner en marcha un modelo de inmigración de alternancia, esto es, que permita convertir la inmigración en un factor de desarrollo común al servicio de esos intereses comunes. No hablamos, pues, de un espontaneísmo ingenuo que renuncia a gestionar los flujos migratorios. Hay que organizarlos, regularlos y hacerlos así útiles para ambas partes. Esto significa programas que permitan recibir, formar, posibilitar la vuelta al país de origen, pero también permitir el retorno a Europa de los inmigrantes en caso de fracaso del retorno. Hablamos de proyectos ambiciosos, pero también de medidas que pueden desarrollarse con un coste modesto, de ejemplos como el que proporcionan la CEE y la Universidad de Verano Los Jóvenes y Europa, que vienen reuniendo en la población de Guardamar, a orillas del Mediterráneo, a dos centenares de jóvenes entre los que se cuentan más de 50 provenientes de Palestina, Argelia, Marruecos o Túnez. Encuentro que permite, más allá de la mezcla, el reconocimiento y el cambio mutuo de representaciones.

Hay una segunda e importante consecuencia que trasciende los límites habituales del discurso de la inmigración. Ésta es un factor de codesarrollo en un sentido mucho más profundo que el socioeconómico. La inmigración es, hoy, una oportunidad decisiva de transformación y enriquecimiento del contenido conceptual del Estado de Derecho y de la democracia. La clave de uno y otra es la garantía y la expansión de los derechos humanos, la profundización en ese elemento revolucionario que es la condición de sujeto de derecho, el derecho a tener derechos en el que tanto insistiera Arendt. Pues bien, la inmigración es la línea divisoria donde está en juego ahora nuestra capacidad para superar las actuales limitaciones de un modelo de ciudadanía nacional que constituye cada vez más una barrera en el desarrollo de esa línea expansiva de la legitimidad, de los derechos. Y lo más importante es advertir que no se trata sin más de una exigencia de humanidad, de apertura hacia quienes no gozan de nuestros privilegios, sino de coherencia con la lógica misma de los derechos humanos. No es sólo un problema de inclusión, porque los beneficiarios de esta transformación no serán sólo, ni primordialmente, los otros, sino nosotros mismos.

Sand Naïr es titular, en 1997, de la Cátedra Mediterráneo de la Universidad de Valencia. Javier de Lucas es catedrático de Filosofía de Derecho de la Universidad de Valencia.

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