Saber decir
Me lo sé, pero no lo sé decir" es una de esas angustiosas expresiones, a medio camino entre la coartada y la sinceridad, que se oye decenas de veces en la escuela. Ante la pregunta elemental cuya respuesta el alumno debería conocer, o al menos eso se supone, responde con esta ancestral muletilla, con la que pretende defenderse de cualquier sospecha de ignorancia.
Pero la situación no mejora con eso, porque no saber la lección será malo, pero no saber hablar -o escribir- es mucho peor. La pobre libertad de expresión, tan amenazada ya en los regímenes autoritarios por la malsana tendencia a cerrar medios de comunicación o encarcelar sospechosos, y en los países democráticos, por el peso inmisericorde de lo políticamente correcto, tiene en la incapacidad de expresarse el peor enemigo.
Es indispensable la formación que viene de la lectura de buenos libros para ser capaz de expresarse
El hombre -venía a decir Aristóteles- es un animal social, porque cuenta con un tesoro precioso, la palabra, que le permite deliberar con las demás personas sobre lo justo y lo injusto, sobre lo bueno y lo conveniente. Y esta es la buena vida social, la de aquellos que dialogan sobre sus deseos, sus preferencias, sus valores y tratan de decidir conjuntamente qué les parece mejor. Pero ¿cómo puede llevarse adelante este proyecto de vida en común sin, entre otras cosas, saber decir?
Podría parecer que en esta nuestra "sociedad de la información" la infinita cantidad de cauces de comunicación, el número apabullante de redes que conectan entre sí todos los lugares de la tierra, nos ha salvado de las limitaciones comunicativas de otros tiempos.
Los chats, los blogs, la televisión y la radio interactivas, las TIC que pueblan las aulas escolares y universitarias, por supuesto los correos electrónicos y los teléfonos móviles con su inabarcable cantidad de prestaciones y, por último, pero no en último lugar, el Power Point son medios tan poderosos para conectar a las gentes que la incomunicación entre los seres humanos debería dormir ya el sueño de los injustos.
Pero ¿es realmente así?, ¿nos comunicamos mejor por eso? No parece. Y tal vez en el fondo de ese fracaso se encuentre, entre otras muchas causas, ese no saber decir, ese descuido del lenguaje, que es un mal endémico.
Si atendemos al vocabulario habitualmente usado no solo en la calle, sino en los medios de comunicación y entre los personajes públicos, al Diccionario de la Real Academia Española le sobran miles de términos. Con unos cuantos intentamos arreglárnoslas para expresar tal cantidad de contenidos que el fracaso está asegurado y el intento naufraga en un lenguaje paupérrimo. Caso emblemático es el del verbo "realizar", que lo mismo pretende servir para un roto que para un descosido. Como decía hace poco un amigo, acabaremos "realizando" tortillas.
No ayuda mucho en este menester el lenguaje de los SMS, tejido de peculiares abreviaturas y "emoticonos", ni la celeridad febril con la que suelen escribirse los mensajes electrónicos. Se redactan a toda prisa, con la misma prisa se envían, y si por casualidad al remitente se le ocurre repasarlos después de haberlos mandado, se le hiela la sangre en las venas ante la cantidad de faltas cometidas, si es que tiene un mínimo de sensibilidad ante el asesinato de la lengua. Y no son solo gentes de escasa formación cultural las que llenan de faltas los correos, sino profesores de solera, personas supuestamente cultivadas, alumnos brillantes. Encontrarse con un inadecuado "de que" en el lenguaje oral y escrito, topar con un rotundo "a grosso modo", y enterarse de que la misa fue "de corpore insepulto" son cosas corrientes en la vida cotidiana.
Claro que con la que está cayendo en materia laboral y económica este descuido del lenguaje parece una nimiedad. En nuestro país es urgente esa reforma estructural de fondo que genere empleo, cuide la sanidad y la educación antes de que sea demasiado tarde, que ya lo va siendo, permita atender a los dependientes, cree riqueza material e inmaterial, tenga en cuenta a los países incapaces de salir de la pobreza por sí solos. Pero lo cortés no quita lo valiente, no se trata de optar ante un dilema, sino de construir una sociedad capaz de cuidar de todos sus bienes con esmero, con delicadeza, con responsabilidad.
Saber hablar, saber escribir, saber decir son capacidades básicas. Quienes cuentan con ellas tienen un poder del que carecen los que no saben expresar lo que llevan dentro.
Pero para cultivar esas capacidades es indispensable la formación que viene de la lectura habitual y atenta de buenos libros, viene de una escuela convencida de que se hace un flaco servicio a los alumnos cuando no se les ayuda a cuidar el lenguaje, a saber comprender, exponer, redactar, porque más libres serán de comunicar lo que piensan los que manejan el discurso con soltura. Los informes sobre la calidad de nuestra educación nos ponen una nota pésima y, por desgracia, no sin razón.
Y es que sin duda es malo para una sociedad quemar libros, pero no es mucho mejor no leer los que están en la calle ni es mucho mejor destrozar el lenguaje.
Adela Cortina es catedrática de Ética y Filosofía Política de la Universidad de Valencia y autora de Justicia cordial, Trotta, 2010.
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