Progres apolillados y de pacotilla
Aznar intenta desacreditar a aquellos españoles que, junto al centro y la derecha que él mismo desahució, lucharon por la democracia en España. De paso, también vilipendia la explosión de libertad de Mayo del 68
Progres apolillados y de pacotilla". No es una frase cualquiera de la derecha política española. Pronunciada por José María Aznar en un foro ideológico merece atención. Y no por su enjundia, obviamente, sino porque refleja la tendencia que recorre con fuerza la Europa de Berlusconi, Sarkozy y Ratzinger, con la presencia de algo más que la sombra de Bush y de Putin. Con música apropiada podríamos estar ante una nueva versión de La Marsellesa, sobre todo si se complementa con otra convocatoria, ésta patrocinada por Esperanza Aguirre, a sus correligionarios de Nuevas Generaciones y Unión de Estudiantes Liberales para que efectúen la "ruptura con el espíritu del Mayo Francés". Ahí es nada. No importa que cualquier espíritu, por propia naturaleza, sea inmaterial y, por tanto, no susceptible de ruptura; de lo que se trata, me temo, es de inyectar ideología en vena a un auditorio más que propicio.
La Transición no fue un apaño forjado en una docena de despachos ovales o reales
Los últimos residuos del pasado son la violencia etarra y, a otro nivel, el nacionalcatolicismo
En el caso de los progres apolillados y de pacotilla, José María Aznar ¿a quién se refiere? ¿Acaso a la generación anterior que fue quién trajo la democracia a España? ¿O es que aquélla cayó del cielo o fue un apaño forjado en una docena de despachos, ovales o reales, como con demasiada frecuencia se desprende de los numerosos libros que narran, a su modo, la traída y llevada Transición? Si es así, conviene recordar que la Transición no la hicieron "progres apolillados", sino ciudadanos conscientes de lo que querían y que lo pidieron en la calle, en la Universidad, encerrados en iglesias, forzando en lo que se podía a la censura, con panfletos, desde los escenarios, delante del Tribunal de Orden Público, desde el mundo de la cultura, auténtico caballo de Troya de la dictadura, desde las páginas de revistas que se jugaban el tipo cada semana, en los primeros de mayo en la Casa de Campo, aguantando las lágrimas en el entierro de los abogados laboralistas de Atocha, en la emergencia de un sindicalismo de clase al margen del horizontal y un largo etcétera que, ahora, no sólo se quiere ignorar sino ridiculizar.
Y así también se tiran piedras contra el Mayo Francés, vinculándolo con la generación española que trajo la democracia, y de la que también forma parte cierta derecha (en su inmensa mayoría defenestrada por el aznarismo), unida, por una vez en la historia de España, con la izquierda y el centro en la búsqueda de un destino común, democrático y plural del que la Constitución de 1978 es el ejemplo más relevante.
No hay que confundir esa generación comprometida con una causa definida, la democracia, con el cálculo de si era mayoritaria o no. Nunca lo sabremos, porque es imposible ignorar a aquellos que primero se cuidaron de ver hacia dónde sonaba el viento, con la mirada puesta en las Fuerzas Armadas y en la jerarquía de la Iglesia Católica, para saber si tenían que continuar en sus despachos, preparando oposiciones, o, aunque fuese mirando oblicuamente, observar de reojo la calle para ver hacia dónde iban a parar la efervescencia social y la capacidad del régimen, y sobre todo del dictador, de aguantar el envite.
Fueron tiempos difíciles, contradictorios, con una realidad complicada de afrontar porque, como se demostró después, existían elementos (el Ejército, la extrema derecha, los pactos con el Vaticano y Estados Unidos, entre otros), que recordaban el desigual combate entre David y Goliat. Aunque éste, a la postre, no tuviera ni de lejos la altura que se presuponía.
En los tiempos actuales, que se quieren de desmemoria y de olvidos impuestos, nombres como Julián Grimau, Enrique Ruano, Salvador Puig Antich, junto con los fusilados de septiembre del 75, nos recuerdan que había asignaturas pendientes que la generación democrática no afrontó. Pero no fue por tibieza, ni por miedo o cobardía, sino porque el realismo y el conocimiento de las fuerzas propias y las del sistema (las llamadas fuerzas fácticas) no permitían aventurismos ni pasos en falso. No se trata de repasar de nuevo un periodo que está ya en la historia, que, para asombro de propios y extraños, rompió con la imagen de la España de charanga y pandereta, por un lado, y cainita, por otro. Esta vez fallaron los apóstoles del, para muchos inevitable, Apocalipsis ibérico.
De hecho, los únicos residuos de todo aquello son la violencia etarra y, a otro nivel, el nacionalcatolicismo, impertérrito a los cambios, y único sector social incapaz de evolucionar y de adaptarse a los nuevos tiempos. Es curioso que haya sido la Iglesia Católica la institución más inmovilista, en un contexto en el que parecía que sería el Ejército el guardián del legado franquista. En la Transición se pensaba que esa Iglesia tomaba parte en el apoyo a un futuro democrático. Tarancón, el Abad Ezcarré, la Capuchinada de Sarriá, los curas obreros, las actitudes de José María Setién parecían presagiar una dirección que ahora está claro que fue un espejismo. La Iglesia vuelve donde solía. Es decir, a la caverna donde, por cierto, no le falta compañía. Ni dentro de España ni en Roma.
Progres apolillados y de pacotilla. ¿De dónde pues han salido? Sin duda, pensará el autor de esta frase, de Mayo del 68. Si se trata de generaciones, es evidente que sí. Por lo menos, la coincidencia en edad de la generación de Mayo del 68 con la que trajo a España la democracia es obvia. También cierta ósmosis con algunos de los principios que expresaron las calles de París y que, mal que les pese a algunos, han pasado a la historia. Sin olvidar que por aquel entonces cuando Francia se constipaba estornudaba toda Europa. Pero romper con algo cuyo espíritu se expandió por las universidades de medio mundo y parte del otro medio, España incluida, no es fácil.
Hay que recordar, por ejemplo, que, a muchos kilómetros de las calles de París, en la mexicana plaza de las Tres Culturas, meses después, centenares de estudiantes y familias enteras, bajo la inspiración del Mayo francés, fueron asesinados, en una cifra que 40 años después aún se desconoce. En Praga, bajo el férreo dominio soviético, floreció a su vez una primavera con resonancia universal que hizo tambalearse el imperio de Moscú. En Berlín, Roma y California millones de estudiantes se echaron a la calle sin el objetivo de alcanzar el poder, sino simplemente, y no es poco, para denunciar la inamovible sociedad capitalista y sus trampas. Madrid contempló la mayor manifestación conocida de estudiantes, encabezados por cuatro profesores expulsados después de sus cátedras. Una manifestación disuelta sin piedad con la ayuda de miles de litros de agua y una presencia masiva y contundente de las fuerzas de orden público. Semanas después, miles de universitarios entonaron con el cantautor Raimon Diguem no, convertido en un himno de rechazo a la dictadura.
Cuarenta años después, la derecha española convoca a la ruptura con el espíritu del Mayo del 68. ¿Cuál es el espíritu que se quiere romper? ¿El de la primavera de Praga? ¿El recuerdo de los centenares de asesinatos causados por las ametralladoras que taponaban las calles para impedir la salida de la plaza de Tlatlelolco? ¿Se pretende acaso solidarizarse con la férrea censura del franquismo, a la sazón dirigida por el señor Fraga Iribarne, que impidió la salida a los quioscos de decenas de libros y de artículos de prensa?
Curioso, y significativo, que, 40 años después, esta llamada a la ruptura con el Mayo francés elija una época como la presente, donde han saltado por los aires las estructuras básicas capitalistas y el enorme engaño en que se basaban.
Y en relación con los "progres apolillados y de pacotilla", por supuesto que los hay. Lástima que el señor Aznar no haya definido a quiénes considera tales, aunque, por su itinerario y declaraciones anteriores, es posible que se refiera a ecologistas, antibelicistas, firmantes de manifiestos varios, opositores a lo políticamente correcto y, sobre todo, personas con memoria de la historia más reciente. Memoria, por ejemplo, de aquellos que apoyaron con su voto una guerra ilegal y basada en mentiras e intereses que ha ocasionado, y sigue ocasionando, miles de muertos y millones de desplazados. Y no me refiero sólo a la famosa "foto de las Azores", sino a ese más de centenar de diputados aplaudiendo en pie la participación española en uno de los episodios más canallescos de la reciente historia. Diputados que, como el señor Aznar, todavía no han reconocido su error, ni haber basado su voto en mentiras. Al menos, los progres apolillados y de pacotilla, si los hubiera o hubiese, son inofensivos.
Pedro Altares es periodista
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