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Orestes y la mafia

Rafael Argullol

Hay un momento decisivo de la antigua literatura griega que nos concierne especialmente: al final de la Orestíada, la única trilogía de Esquilo que hemos conservado hasta nuestros días. En ese desenlace el poeta trágico ofrece un cambio revolucionario en la percepción de la naturaleza humana. Orestes, de acuerdo con la tradición anterior, debía verse sometido a la férrea ley de la sangre y la venganza, de modo que, como autor de la muerte de su madre Clitemnestra, tenía que pagar el precio de la implacable norma oscura: él había matado a su madre como cobro del parricidio cometido por esta en la figura del padre, Agamenón; este, a su vez, había sucumbido para expiar el filicidio de su propia hija, Ifigenia, sacrificada para favorecer a la expedición griega contra Troya. Sangre, venganza y sangre otra vez: la férrea cadena que comunica los odios, deseos y ambiciones de las estirpes y los clanes. Ojo por ojo, diente por diente. La ley del talión. O, dicho de otro modo: la comunidad sometida a la oscura y turbulenta ley de la sangre.

Al capitalismo, ya sin contención ética, le seduce cada vez más la visión mafiosa del mundo
Si reina la mafia, en cualquiera de sus acepciones, la libertad se debilita hasta anularse

Orestes, en consecuencia, de acuerdo con esta ley debía morir, pagando así la irreversible deuda contraída. Sin embargo, en un giro espectacular desde el punto de vista cívico y espiritual, Esquilo resuelve salvar a su héroe. Orestes, en lugar de ser juzgado y condenado en el recinto interior de la sangre, es presentado ante el tribunal de Atenas, el Aerópago. Al valorar la actuación del desgraciado descendiente de un linaje maldito el jurado divide sus votos, estableciéndose un empate entre los partidarios y contrarios del ajusticiamiento del héroe. Con suficiente simbolismo Esquilo hace que Palas Atenea, patrona de la ciudad, ejerza su voto de calidad como presidenta del tribunal para absolver a Orestes y romper, de este modo, la cadena de la venganza. Desde ese momento, las Erinias, las negras deidades portadoras de la venganza, se transforman en las Euménides, diosas benevolentes y protectoras de una comunidad fundamentada en la ley cívica. Únicamente atendiendo a este revolucionario final de la Orestíada ya deberíamos recordar a Esquilo como el poeta de la joven democracia ateniense, el primero que propuso sustituir las complicidades de la tribu y el clan por los principios jurídicos de una ciudadanía libre. De hecho se ha comparado, con acierto, la conclusión de la tragedia esquilea con el movimiento coral que culmina la Novena sinfonía de Beethoven. En ambos casos se trataría de hilos estéticos en la construcción de una conciencia democrática.

En los años ochenta del siglo anterior tuvo lugar una inigualable representación de la Orestíada ante las ruinas de Gibellina, una ciudad devastada por el terremoto que en 1968 había sacudido el noreste de Sicilia. En tres veranos sucesivos -1983, 1984 y 1985-, bajo la dirección de Filippo Crivelli, fueron escenificadas las tres piezas de la obra de Esquilo hasta completar la entera representación.

Además del gran valor artístico del acontecimiento, otros factores contribuían, obviamente, a resaltar la tensión moral del argumento. El hecho de que los versos resonaran en las piedras de la ciudad fantasmal multiplicaba el poder de la palabra. Pero no era menos impresionante advertir que todo aquel esfuerzo teatral, que intentaba llamar la atención de Europa sobre los efectos de la catástrofe, se desarrollaba en un territorio en el que el poderío de la mafia era incuestionable y en el que, por tanto, había quedado congelada la ilusión democrática soñada por Esquilo. Baste indicar que a poca distancia del lugar donde se representaba la Orestíada se hallaban, alrededor de Corleone, los parajes popularizados en aquellos mismo años por Coppola en su película El Padrino, también una trilogía que tiene algo de Orestíada contemporánea, aunque sin final conciliador.

He pensado algunas veces en el elevado significado evocador de aquellas representaciones sicilianas pues difícilmente podían estar presentes en un territorio más reducido los dos grandes modelos, enfrentados entre sí, de la organización social humana: la comunidad libre basada en el derecho objetivo de la ciudad y la mafia que ampara los intereses particulares de familias, tribus, clanes o, según un lenguaje posterior, aparatos. Al rememorar esta tensión, y aquellas representaciones teatrales ante las ruinas de la ciudad destruida, lo que me alarma es encontrar indicios en el mundo de que el espíritu de Corleone se impone al espíritu de Gibellina, y que la opción de la libertad ciudadana retrocede ante el ímpetu de la visión mafiosa.

Es verdad que, si bien lo pensamos, la democracia constituye una excepción (la excepción humanista ilustrada) en los modos de organización del ser humano, pero cuesta aceptar que la lección de Orestes se vaya desvaneciendo entre nosotros. Y, sin embargo, todo parece indicar que es así cuando aceptamos sumisamente el poder de los aparatos de los partidos financieros y productivos.

El capitalismo, que se ha desembarazado al fin de cualquier contención ética, aparece cada vez más reacio a cualquier ejercicio de calidad democrática y más seducido por la visión mafiosa del mundo. En esa dirección no me extraña que aumenten los portavoces del dinero que se manifiestan encantados con la "vía china de crecimiento" pues han llegado a la deducción de que para los buenos negocios -esos que no tienen que atender razones jurídicas o humanitarias- no existe mejor familia que un partido único que regule con pulso firme lo que haya que regular. El miedo, por no decir pánico, de los gobernantes occidentales ante las autoridades chinas, y el consiguiente silencio frente a los permanentes atropellos de los derechos humanos, tiene, por supuesto, el apoyo entusiasta de los grandes consorcios empresariales y financieros. Si algo molesta de China no es su desprecio de la libertad individual sino la amenaza de su presente, y sobre todo de su futuro, poderío económico. Y algo similar cabe decir de Rusia, un país que, si bien se desembarazó del totalitarismo político, parece ofrecerse al mundo como el mejor ejemplo de la sintonía entre un capitalismo desbocado, sin contención alguna, y la perspectiva mafiosa de organización social.

Tampoco es de extrañar la práctica derrota de Obama en su intento de poner coto a los depredadores de Wall Street, milagrosamente renacidos tras el susto de hace tres años. Pese a tantas películas de Hollywood no hay conciliación posible entre la concepción mafiosa y la democracia. Si la mafia, en cualquiera de sus acepciones, reina la libertad se debilita hasta anularse.

Y, en sentido contrario, la lección de Orestes, brindada por Esquilo, es que solo con el retroceso del egoísmo y la rapiña, solo con la erradicación de los intereses de familia, a los que siempre aluden los mafiosos de toda ralea, puede construirse una comunidad libre.

Rafael Argullol es escritor.

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