México, el ascenso de Brasil y el futuro de Cuba
El éxito creciente de Brasil como primera potencia de la América del Sur ha suscitado, como era de esperarse, temores en algunos vecinos y resquemores -por no decir envi-dias- en otros. Hay mucho que admirar en el Brasil de hoy. No todos nuestros países han gozado de 14 años de crecimiento sostenido y buena gobernanza. La presidencia de Fernando Henrique Cardoso (1995-2003) venció la perniciosa inflación sin caer en la recesión. Se dio cuenta de que la inflación es una manera de robar a la mayoría en beneficio de la minoría, pero que, sin inflación, aumenta la responsabilidad social del estado. Cardoso reformó la banca sin hacerle concesiones a los banqueros irresponsables confiados en que el Estado los sacaría de apuros. Y en materia educativa, elevó a la escuela primaria en un 97% de inscripciones, y a la secundaria en un 70%. La educación es la base del desarrollo.
Un eje Brasil-México fortalecería a América Latina en la era de la globalización
México podría mediar en un diálogo entre La Habana y EE UU
Por otra parte, las exportaciones brasileñas aumentaron de 50.000 millones de dólares en 1998 a 140.000 millones en la actualidad.
Subrayo este dato porque las fechas abarcan tanto al Gobierno de Cardoso como al de su sucesor, Luis Inácio Lula da Silva, indicando, si no una identificación, sí una continuidad virtuosa de la política brasileña. Con Lula, las exportaciones han aumentado, la deuda pública ha descendido, la cuenta corriente tiene un superávit y la pobreza ha bajado de un 43% en 1993 a un 36% hoy.
Lula, además, ha llevado a cabo una política exterior independiente, inconcebible si pensamos en las presiones internacionales que limitaron, en los sesenta, a los presidentes Jânio Cuadros y Joâo Goulart. Lula, en cambio, conduce con brío y sin complejos buenas relaciones con los Estados Unidos, con Cuba y con sus vecinos suramericanos.
Es natural -aunque injusto- que se creen fricciones entre el gigante brasileño y sus vecinos. Los problemas tienen solución. Trátese del tema energético con Paraguay, el pago de la deuda externa ecuatoriana, o las tarifas de gas de Bolivia. El imponderable es Hugo Chávez, para quien la ascendencia de Lula -de Brasil- es vista como rivalidad política y comparación de modelos. Ambas nefastas para Chávez en el momento en que el descenso de los precios del petróleo le roba la baza misma de su poder, demagógico y real.
Todo esto, al cabo, no le resta potencia a un Brasil que, bien gobernado como lo ha sido por Cardoso y Lula (con errores nada desdeñables) seguiría siendo, sin disminuir a los demás, la principal economía y gobernanza del sur.
¿Qué haría falta para fortalecer a la América Latina entera en estos momentos de la globalidad crítica?
La respuesta me parece evidente: un eje Brasil-México. No paso por alto un hecho singular de la diplomacia brasileña: la fuerza tradicional de la cancillería brasileña, Itamarati y su capacidad de imponerle políticas al ejecutivo de Planalto. Mi convicción es que el presidente Lula quiere una relación estratégica con México y que a México le conviene esto tanto como a Brasil. A México, porque reforzaría nuestra independencia frente a los Estados Unidos y nuestra influencia en la América Latina. Muchos vecinos del sur nos descuentan como parte de Norteamérica. Nos hace falta complementar la relación del norte con la del sur y nada nos ofrece oportunidad más cierta, más "cantada", más provechosa, que el eje Brasil-México.
El muy activo e inteligente Lula ha determinado que el aprendizaje de la lengua castellana sea obligatorio en Brasil. Por esta razón compartí con él el Premio Internacional Don Quijote de la Mancha, entregado por el rey Juan Carlos en Toledo, el pasado octubre.
Si España no ve una amenaza en esta decisión, ¿por qué la verían los vecinos de Brasil?
Otro gran tema americano, la mala relación entre Cuba y los Estados Unidos, dura ya casi medio siglo. Ambos países portan su parte de culpa. Washington estaba acostumbrado a tratar a Cuba como una colonia. La independencia, obra al cabo de los cubanos, era vista por los Estados Unidos, casi, como una graciosa concesión coronada por el derecho de intervenir en la isla: la Enmienda Platt, derogada además en 1934, aunque no el espíritu de condescendencia al cuasi-protectorado.
La Revolución Cubana y sus secuelas se explican, en buena medida, como una reacción contra esta situación de inferioridad. Sólo que la revolución, para subsistir ante el acoso norteamericano, debió encontrar otros padrinos: la Unión Soviética durante un largo (y peligroso: crisis de los misiles) periodo y luego, con diversos matices, China, Venezuela y una Europa renuente a sumarse a los errores de Washington.
La otra cara de la moneda es la de una revolución que le ha dado a Cuba escuela y salud, pero al precio de la libertad política y de los errores económicos. Los defectos son obra de Cuba, por más que se presenten en Cuba sólo como resultados del ingrato y estúpido boicoteo norteamericano. La baja productividad de una tierra feraz entre todas, la tácita resistencia del guajiro a las medidas colectivistas, la cesión moral al sexo y al turismo, las incapacidades de la oferta mobiliaria, alimentaria e inmobiliaria, son atribuibles, sobre todo, a un autoritarismo ideológico y personalista.
El gran cambio se avecina, si no es que ya está aquí. Un país educado no puede aceptar eternamente un gobierno ineficaz y autoritario. Pero un mundo globalizado está dispuesto a tolerar, y aun alentar, a un capitalismo autoritario que funcione. Los ejemplos de Vietnam y China son claros. Sus regímenes no son democráticos. Pero sus economías obedecen a fórmulas de capitalismo, privado y estatal, sumamente exitosas. Al grado de que China, a la que el general Douglas MacArthur quería aniquilar con la bomba atómica en 1951, es hoy la dueña de más de la mitad de los bonos del Tesoro de los EE UU.
Y el propio Estados Unidos, país acreedor durante buena parte de su historia, es hoy país deudor en el que el ahorro ha cedido el lugar al consumo y el consumo ha agotado las fuentes del crédito, anunciando una severa recesión, la más dura desde 1929 y el crack bancario.
Hay un tercer factor de la ecuación y es México. Tradicionalmente, nuestro país jugó un papel de intermediario inmediato de equilibrio a largo plazo entre Cuba y los Estados Unidos. México se negó a romper relaciones con Cuba y mantuvo, con algunas excepciones, una relación, a veces cínica, con la isla: no te metas conmigo y no me meto contigo.
Sean cuales fuesen las ventajas y desventajas de semejante realpolitik, hoy las circunstancias son otras. Los Estados Unidos se disponen a cambiar de presidente y Barack Obama se presenta con una mente clara a superar errores y crear oportunidades. Cuba es asunto prioritario en este sentido, porque es asunto artificial en un mundo donde el autoritarismo no impide -China, Vietnam- excelentes relaciones con Washington.
¿Habría de ser Cuba, para siempre, la excepción sólo porque está a 90 millas de Florida? Había otra razón, por supuesto: la militancia anticastrista de Miami. Las estadísticas más recientes demuestran que sólo los viejos de Miami se siguen oponiendo, pero que la mayoría menor de 50 años aprueba una apertura, por condicionada que sea.
Algo más: Guantánamo se convirtió en una vergüenza intolerable para los Estados Unidos. En la base norteamericana se han violado los derechos más sagrados de la ley de gentes: tortura, detención arbitraria, juicios sin pruebas ni defensa, humillación, arrogancia. ¿Con qué cara, desde Guantánamo, pueden acusar los "gringos" a los cubanos de violación de derechos?
El cierre de Guantánamo, seguido de un diálogo exploratorio entre Cuba y los Estados Unidos, le da a México la oportunidad de ofrecer una intermediación benéfica para Cuba, para los Estados Unidos y, desde luego, para México como factor renovado de conciliación a partir de un régimen democrático que, políticamente, nada le debe ni a Washington ni a La Habana.
Carlos Fuentes es escritor mexicano.
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