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DON DE GENTES | OPINIÓN
Columna
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Madres perfectas

Elvira Lindo

Los padres de mi generación están de suerte. Nos pasamos la juventud echándoles en cara la educación recibida (ese autoritarismo que exigía obediencia sin discusión) y ahora, cuando ellos son viejos y nosotros maduros, intuimos que era mucho más fácil burlar a un padre autoritario que a esos papás y mamás encimones que hacen de su criatura el objetivo de su existencia y de la tuya, si es que te pilla de visita. Es curioso, algo se le está escapando a la Iglesia católica cuando, mientras sus templos se vacían de fieles, hay ahí fuera un batallón de desesperados dispuestos a crear un dios a su medida. Muchos padres actuales lo han visto claro: tienen un hijo y lo convierten en el pequeño Buda o en el niño Jesús y lo que desean es que el mundo se una a la adoración de criatura tan extraordinaria. El encimonismo es una de las religiones de nuestro tiempo. Lleva como dos décadas captando almas. Particularmente, me alegro de haber tenido un hijo antes del encimonismo, porque si bien mi generación ya no ejercía la autoridad incontestable de nuestros padres, tenía la ventaja de vivir en un desastre que nos inhabilitaba para ir dando lecciones de maternidad a diestro y siniestro y agradecíamos secretamente a Purlom y a Oscar Mayer la bendita ventaja de resolver la cena en dos patadas. Sí, eran los tiempos anteriores a esa otra religión, la de la comida orgánica, que fusionada con el encimonismo es para echarse a temblar: niños que sólo comen pollos de granja y verduras sin plaguicidas. Lástima que luego los atiborren de antibióticos. No todos los padres profesan el encimonismo, a Dios gracias, pero es una tendencia publicitada por muchas revistas destinadas a mujeres que ilustran la maternidad como una circunstancia idílica a la que hay que entregar la vida. Tiene ilustres embajadoras: esas Jolies y Madonnas que recorren el mundo con niños enormes en brazos, demostrando que el apego, uno de los mandamientos del encimonismo, hay que practicarlo aunque el niño tenga edad para correr como un conejo. Niños convertidos en bonitos accesorios. A menudo he pensado que estas eran teorías sin fundamento que se me habían convertido en obsesiones, pero, por fortuna, en los últimos tiempos están dejándose leer artículos críticos con esta especie de neomaternidad perfecta. Uno de los más valientes (digo valiente porque la respuesta es siempre agresiva) fue el escrito hace unos días por Erica Jong en The Wall Street Journal. Jong señalaba que cumplir con la estricta entrega que los expertos de esta religión exigen -celebrar la lactancia a demanda, defender esa lactancia al menos durante dos años, obviar los relojes no marcados por las exigencias del bebé y reducir la responsabilidad de la crianza al padre y a la madre, dejando fuera a los demás familiares- sólo es posible en general si se tiene un nivel económico alto, porque, ¿de dónde saca el dinero una madre normal para renunciar durante todo ese tiempo a su trabajo? En mi memoria están esos cuentos de Alice Munro en los que aparecen madres que leen incansablemente mientras dan de mamar y a menudo piensan en esa otra vida que se están perdiendo. Madres hechas de la materia de los seres humanos. Tan imperfectas como reales. La señora Jong, que tuvo hijos y experimentó ese abanico de culpabilidades que acogotan a las madres que también desean desarrollar su vocación, sabe que lo que ella llama "orgía de la motherphilia" supone un retroceso. ¿Quién sabe, se pregunta, si no acabará siendo el Ministerio de Sanidad el que imponga un tiempo de lactancia? Lo más sorprendente de esta tendencia avasalladora que consiste en convertir al niño en el más alto objetivo de una pareja es que quien lo practica no sabe que está siguiendo una moda, al contrario, piensa que al fin se ha llegado a redactar el catecismo de la perfecta crianza. Ni tan siquiera reparan en que en otras culturas la educación del niño está en manos de una comunidad de parientes. Al fin y al cabo, ¿cómo nos criamos muchos de nosotros, sino rodeados de tíos y abuelos? Es sorprendente que sea esta parte nuestra del mundo, la más caprichosa, la más consentida, la más rica (al menos hasta hoy), la que quiera victimizar a las mujeres en relación con la maternidad. Eso sin contar con la obsesión histérica por los cuidados prenatales. Sé que habrá quien lea este artículo con la escopeta cargada e interpretará que estoy en contra de cosas que, en su justa medida, me parecen deseables (la lactancia, la entrega durante un tiempo al bebé), pero me niego a admitir que haya una sola manera correcta de criar a un niño. Hay un barrio en Brooklyn, Park Slope, donde abundan los escritores y los bebés. La prensa suele bromear por esa circunstancia. Lo cierto es que las jóvenes mamás se han convertido en el terror del resto del vecindario por esa manera abusiva con que todo lo invaden. Los niños, esos dioses, sólo comen hamburguesas veganas. Faltaría más. Estoy segura de que los hijos anteriores a esta fiebre tendrán mucho que decir sobre todos nuestros errores. A veces me pitan los oídos. Pero habrá un día, lo sé, en que los hijos del encimonismo mirarán a sus padres a los ojos y les dirán: "Por favor, entreteneos con otra cosa, vivid vuestra vida... ¡Dejadme respirar!".

El 'encimonismo' ilustra la maternidad como una circunstancia idílica a la que hay que entregar la vida
Embajadoras del 'encimonismo' son esas Jolies y Madonnas que van por el mundo con niños enormes en brazos
Angelina Jolie rodeada por sus hijos Maddox, Zahara, Pax Thien y Shiloh, en el aeropuerto internacional de Tokio.
Angelina Jolie rodeada por sus hijos Maddox, Zahara, Pax Thien y Shiloh, en el aeropuerto internacional de Tokio.Reuters

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Sobre la firma

Elvira Lindo
Es escritora y guionista. Trabajó en RNE toda la década de los 80. Ganó el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil por 'Los Trapos Sucios' y el Biblioteca Breve por 'Una palabra tuya'. Otras novelas suyas son: 'Lo que me queda por vivir' y 'A corazón abierto'. Su último libro es 'En la boca del lobo'. Colabora en EL PAÍS y la Cadena SER.

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