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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Lecciones irlandesas

Tras el alivio del referéndum, la UE debe imponer la suspensión a los socios desleales

El segundo referéndum irlandés sobre el Tratado de Lisboa arrojó ayer un resultado positivo abrumador: el 67% de los ciudadanos votó a favor. Con ello se supera el obstáculo más espinoso para la entrada en vigor de la pospuesta reforma, que rescata el contenido esencial de la Constitución europea, aunque eliminando sus elementos más simbólicos. Pero la superación de un obstáculo no permite compartir el entusiasmo del Gobierno irlandés. Ni tampoco el comprensible alivio que se expandió ayer por las instituciones y las cancillerías europeas.

Porque acechan aún otros peligros: la reserva polaca, de menor cuantía; el aplazamiento checo, por cuenta de un grupo de parlamentarios afectos al euroretrógrado presidente Václav Klaus, que han recurrido el nuevo tratado ante su Constitucional; y la posibilidad de que el débil Gobierno laborista del Reino Unido se derrumbe en cualquier momento y su previsible sucesor tory someta el texto a otro referéndum, sin duda perdedor.

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Los Gobiernos más europeístas, pero no sólo ellos, debieran extraer algunas lecciones de este referéndum irlandés, que les ha tenido meses en vilo, sumiendo por segunda vez a la Unión (ya ocurrió lo mismo en 2001, con el Tratado de Niza) en la inseguridad jurídica y la anemia política. Lecciones que vayan más allá de las aburridas disquisiciones sobre la proximidad ciudadana a la UE o la consabida necesidad de pedagogía.

La primera es que no debe darse luz verde a ninguna ampliación más sin que previamente medie la reforma que resulte indispensable. Ni hacia Croacia, ni hacia Islandia, para la que la presidencia sueca pretende un curso acelerado. Hasta ahora todas las grandes ampliaciones (la mediterránea, que incluyó a España, o la nórdica) fueron precedidas o inmediatamente seguidas de las oportunas reformas institucionales. No ha sucedido así con la de la Europa oriental: la casaca jurídica que le da viabilidad es el Tratado de Lisboa, y éste verá la luz años después del ingreso de los antiguos súbditos de la URSS. Y como la reforma o profundización llega mucho después de la ampliación, aquélla ha sido víctima de coyunturas adversas, egoísmos nacionales y toda suerte de chantajes nacionalistas.

La segunda lección irlandesa apela al sinsentido de la ausencia de reglas para la exclusión de un socio desleal o falto de voluntad de compromiso en la continua adaptación de la Unión: lo que la conduce a la parálisis. La próxima presidencia española y la designación de un presidente para el Consejo Europeo debieran trocar el falso alivio en alternativas para evitar la repetición de esta crisis. El Parlamento de Estrasburgo debe exigir que el nuevo presidente le someta sus planes al respecto. Y España podría proponer fórmulas para que los próximos tratados de ingreso incluyan cláusulas de salida del club, o suspensión de los derechos, a los socios renuentes. Resulta insólito que éstos paguen un coste cero por su bloqueo.

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