Jueces y política
Uno de los síntomas más claros de que las cosas no funcionan como debieran en la vida política es el excesivo protagonismo de los jueces en asuntos que en principio corresponde resolver a los políticos. La judicialización de la política y la otra cara del mismo mal, la politización de la justicia, constituyen un fenómeno que sólo se explica por el fracaso o el retraimiento de la política como tal, cuyo escenario propio y principal en una democracia es el Parlamento, donde reside la soberanía popular. La actual democracia española nunca ha estado libre de la amenaza de ese mal, padeciéndolo intensamente en alguna época, en especial la legislatura 1993-96, en la que el Partido Popular intentó instrumentalizar a los tribunales en su estrategia de oposición.
Hay indicios más que evidentes de que ese mal está de vuelta, usando como pretexto algunas políticas del Gobierno, muy especialmente la antiterrorista. El radical rechazo del PP a esta política se ha trasladado a los tribunales, por intermedio sobre todo de la constelación de asociaciones cívicas que se mueven en torno a este partido. Esto no tendría mayores consecuencias, si no hubiera jueces predispuestos a facilitar el empeño, estirando todo lo posible la ley y los procedimientos. Una parte de culpa le corresponde al actual Consejo General del Poder Judicial, que no ha dejado de proyectar hacia el interior de la judicatura la acusada división ideológica de sus vocales, en mimética correspondencia con las fuerzas políticas que están en el origen de su nombramiento.
El ejemplo más acabado de este estiramiento de la norma, al margen de casos como la imaginaria condena sin efecto jurídico alguno del tribunal que juzgó recientemente a Otegi, es sin duda el proceso abierto por el Tribunal Superior de Justicia del País Vasco al lehendakari Ibarretxe por reunirse con dirigentes de la ilegalizada Batasuna. En él confluye, además, uno de los rasgos que definen la situación: el ejercicio cuando menos instrumental y atrevido de la acción popular. La sentencia de ilegalización de Batasuna no afecta al liderazgo social y político que pueda otorgar a Otegi y otros antiguos dirigentes de ese partido el sector social que comparte la misma opción ideológica; tampoco anula, como se ha dicho hasta la saciedad, los derechos civiles y políticos de esos dirigentes.
Existe, pues, margen legal para no interferir en ese tipo de reuniones, que pueden ser políticamente discutibles e incluso rechazables. Este margen ha permitido a los jueces Grande-Marlaska y Garzón autorizar, prohibir u obligar a cambiar, según los casos, diversos actos o iniciativas promovidos por gentes de la antigua Batasuna, como el de ayer en Barakaldo. ¿Por qué, entonces, el empeño en provocar un indeseable conflicto institucional, si existe margen legal para evitarlo sin que la justicia sufra, y los jueces que vigilan la suspensión de actividades de Batasuna no encuentran impedimento legal alguno a este tipo de reuniones? Existe, además, la doctrina establecida por el Supremo: el control de la acción política corresponde al Parlamento, no a los tribunales, por lo que sería "un fraude constitucional" que cualquiera pudiera hacerlo por la vía penal mediante la acción popular. El efecto no podría ser más antidemocrático y corresponde a los jueces impedir que se desvíe el debate político a un terreno, el de los tribunales, que lo hace imposible.
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