De la dictadura al iluminismo
GUATEMALA, UNO de los países de mayor complejidad social de Latinoamérica, acaba de elegir democráticamente a un nuevo presidente. Pero con Jorge Serrano, líder del Movimiento de Acción Solidaria, no se resuelve casi ninguno de los problemas de aquella nación, salvo acaso el de la continuidad formal de la democracia instaurada hace cuatro años con la elección del democristiano Vinicio Cerezo. El hecho mismo de la abstención masiva en la segunda vuelta de los comicios del pasado domingo indica el fatalismo con que los guatemaltecos encaran su futuro político: a falta de una perspectiva mínimamente positiva en los aspectos social, racial y económico, toda lucubración política parece dejarles indiferentes.Guatemala tiene el dudoso privilegio de ser escenario de la guerra civil más larga de Latinoamérica. Desde que, en 1954, Jacobo Arbenz perdió la silla presidencial a manos de un rebelde ultraderechista apoyado por Estados Unidos, la han ocupado -además de dos civiles- ocho militares, que accedieron al poder tras variados golpes de Estado o turbulentas y amañadas elecciones. Desde octubre de 1987, representantes del Gobierno, de los nueve partidos políticos y de la guerrillera Unión Revolucionaria Nacional Guatemalteca (URNG) se han reunido en varias ocasiones para intentar acordar un alto el fuego. De hecho, las reuniones han servido al menos para que la guerrilla no boicotease los comicios presidenciales aun cuando no tuviera tiempo de presentar candidatos propios. Un paso interesante, aunque insuficiente.
En Guatemala, sin embargo, una cosa es lo que se habla y otra la actitud de fondo de los estamentos más conservadores de la sociedad. Mientras el país esté radicalmente dividido en dos grandes bloques, y mientras este doble campo de ricos y pobres pueda ser identificado con blancos e indios, la paz social, económica y racial será difficilmente posible. Un Ejército volcado a la defensa irracional de los privilegios de unos en detrimento de los derechos de otros no es la mejor garantía de orden.
A todos los problemas internos se ha añadido en estos comicios un elemento que empieza a generalizarse en Latinoamérica: la aparición de líderes populistas iluminados que, sin programas de gobierno claros o coherentes, son elegidos por los votantes en respuesta al escepticismo que producen en ellos los políticos tradicionales. Recuérdese al presidente peruano, Fujimori, y al haitiano, Aristide. A estas pintorescas características políticas se superpone de forma creciente una sorprendente ola de fundamentalismo cristiano: si la elección de Serrano se debe sobre todo a un programa de gobierno demagógico e inconcreto, el hecho es que el nuevo presidente es un evangelista, representante de una corriente religiosa que se desarrolla con nueva fuerza en todo el continente y que recibe apoyo desde EE UU. Las fórmulas que barajan estos redentores no son particularmente imaginativas ni tampoco conducen a una mayor justicia social o a una mejor defensa de los débiles; basta recordar que el mentor de Jorge Serrano, el general Ríos Montt, también fue un presidente-dictador iluminado (que no ha llegado a la magistratura en esta ocasión porque se lo impidió la Junta Electoral), cuyo mandato acabó en la misma sangría y con las mismas víctimas que marca una innominada tradición nacional.
Para que el futuro mejore, el presidente Serrano, que ha indicado su voluntad de gobernar con políticos de todas las tendencias, deberá intentar hacer la paz con la URNG y controlar al Ejército. Sólo entonces será concebible la esperanza.
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