Europa entre la unanimidad y la utopía
La Unión Europea atraviesa una grave crisis constitucional desde que los referéndums francés y holandés dieron al traste con el proceso de ratificación del Tratado Constitucional. En estos días los sherpas diplomáticos se acercan al Everest de unas nuevas negociaciones o más bien de una renegociación, pero van demasiado cargados, y las condiciones atmosféricas no son las mejores.
Un lastre importante es su forma de acercarse a Europa, que en muchas cancillerías y gobiernos sigue viéndose bajo el prisma de la política internacional, como un campo de juego del interés nacional. Una nueva Europa, más fuerte y también más justa, requiere una nueva política europea, una nueva mirada capaz de pensar en Europa como un fin, no sólo como un medio de reforzar el Estado-nación.
El enfoque tradicional puede deberse al marco particular en el que se desarrollan las negociaciones, y podría cambiar si cambia ese marco. La Unión posee uno de los sistemas constitucionales más rígidos del mundo, mucho más que el de cualquier Estado unitario o federal, y también más inflexible que el de organizaciones internacionales como la OMC, la OIT o el Consejo de Europa. Para reformar los Tratados constitutivos, tan detallados y complejos, sigue haciendo falta el acuerdo unánime de los gobiernos de los 27 Estados miembros y la ratificación parlamentaria en todos ellos, con o sin referéndum. Este requisito, que tenía sentido en la Europa de los seis, ya era poco funcional en la de los quince, y se ha convertido en algo absurdo en la Unión actual. Con 27 Estados, la doble unanimidad hace muy difícil cualquier reforma, y casi imposible una reforma de cierto alcance, en la dirección que sea. Los referendos añaden incertidumbre, pero incluso sin ellos modificar el marco constitucional de la Unión sigue siendo una tarea hercúlea. Así pues, la probabilidad de que las nuevas negociaciones fructifiquen y de que la reforma llegue a entrar en vigor es muy reducida. En otras palabras, es posible que se repita el fiasco del Tratado Constitucional. Además de hacer muy difícil la reforma, la regla de la doble unanimidad nos condena a negociaciones largas, difíciles, inciertas y poco democráticas, pues el Gobierno de cualquier Estado puede imponer sus preferencias a todos los demás. Nos lleva, además, a un estilo negociador en el que la defensa del interés nacional más miope no deja espacio a la deliberación acerca del marco básico justo y eficiente que merece la Unión.
En este contexto, lo primero que habría que hacer para intentar salir de la crisis es flexibilizar el procedimiento de reforma. Pero casi no se habla de este tema: en muchos círculos la doble unanimidad parece un dogma y también un tabú. Es urgente romper el tabú y plantear la cuestión. El futuro y el mismo presente de la Unión están en juego. Y en la medida en que se evita esta cuestión esencial, los políticos europeos mantienen las condiciones de posibilidad de una nueva crisis, y deberán cargar con esa responsabilidad.
Imposible cambiar la regla, dirán algunos: los Estados euroescépticos, como el Reino Unido y Dinamarca, nunca lo aceptarían. Pero la modificación del procedimiento de reforma no debe verse como algo que favorece a los federalistas. Todos los Estados y ciudadanos europeos, entusiastas, escépticos, antieuropeos y agnósticos, deberían preferir un sistema de reforma menos rígido. En efecto, todos ellos se encuentran atrapados en el status quo. Una reforma pactada con normas más flexibles podría profundizar la integración, pero también podría dar marcha atrás o hacer un poco de lo uno y de lo otro. No podemos saber de antemano a qué tipo de Unión nos llevaría. Sólo sabemos que en ese marco más flexible las negociaciones serían más sencillas, más rápidas, menos costosas y más satisfactorias para la mayor parte de los Estados. También sabemos que el mundo está cambiando muy deprisa, que es indispensable permitir que la Unión se adapte a ese marco móvil para que no acabe convirtiéndose en una organización obsoleta.
Si se aceptara la necesidad de abandonar la doble unanimidad ya se habría avanzado mucho, pero aún deberíamos diseñar las normas, instituciones y procedimientos encargados de llevar a cabo la reforma. Las posibilidades son muchas. La solución más adecuada debería guiarse por dos criterios: la necesidad de que los órganos encargados de la reforma reflejen la doble legitimidad de la Unión, como comunidad de Estados y ciudadanos; el imperativo de facilitar la reforma sin hacerla demasiado fácil, protegiendo los intereses de los Estados que puedan quedar en minoría sin llegar al extremo actual de proteger los intereses de todos y cada uno de ellos.
Un primer elemento a tener en cuenta es la distinción entre
disposiciones constitucionales fundamentales, cuya reforma debería ser más difícil (aunque sería problemático mantener la unanimidad), y otras menos importantes, cuya reforma debería ser más sencilla. La estructura del malogrado Tratado Constitucional debería tenerse en cuenta a la hora de realizar esa división.
En segundo lugar, la unanimidad entre los Estados debería sustituirse por mayorías supercualificadas (por ejemplo, del 90% para las normas constitucionales fundamentales y del 75% para el resto).
En tercer lugar habría que decidir qué instituciones participarían en el proceso. La conferencia diplomática tradicional, que representa a los Estados miembros, podría complementarse con una convención compuesta por miembros del Parlamento Europeo y de los parlamentos nacionales, que también decidiría por mayoría supercualificada. Ambos órganos deberían pactar la reforma sobre la base de un proyecto elaborado por un grupo de trabajo nombrado por ambas. Estas dos instituciones reflejarían fielmente la doble legitimidad de la Unión Europea.
En cuarto lugar habría que decidir cómo organizar la ratificación. Las normas constitucionales fundamentales reformadas podrían entrar en vigor si son ratificadas por una gran mayoría de los Estados (por ejemplo, el 90%). Las reformas de disposiciones constitucionales menos importantes podrían entrar en vigor automáticamente si no se oponen los parlamentos de un número determinado de Estados (por ejemplo, cinco).
Habría que decidir, por último, qué sucede con los Estados que no ratifican. Es probable que el caso no llegara a darse, que todos los Estados ratificaran y se decidiera por consenso, aunque el consenso bajo la amenaza del voto es muy distinto del consenso bajo la amenaza del veto. Si uno o varios Estados no ratifican habría que concederles, en primer lugar, un plazo adicional para intentar hacerlo. En segundo lugar, habría que considerar la posibilidad de permitirles continuar en la Unión sin participar en alguna política de la misma a la que se opongan (lo que ya ocurre en la actualidad, por ejemplo, con el Reino Unido y el euro). Si estas opciones no funcionan habría que negociar su salida y el marco de las relaciones futuras entre ese Estado y la Unión, lo que no excluye una reincorporación futura.
Un debate en torno a la necesidad de abandonar el corsé poco razonable de la doble unanimidad y a las alternativas sería muy sano para Europa. Un sistema de reforma más flexible sería, además, la medida más eficaz para salir de la crisis. Es curioso, con todo, que ese debate parezca imposible, que un sistema más racional sea algo totalmente utópico. Hemos llegado a un momento de la historia de la integración europea en el que la desconfianza entre un grupo de Estados miembros cada vez más amplio y más heterogéneo, las actitudes y concepciones tradicionales -el ethos del diplomático- y los intereses de las clases políticas nacionales que se han cristalizado en torno al proyecto europeo hacen que lo más razonable parezca descabellado. Por eso mismo, la Europa realista y estancada de hoy necesita más que nunca un pensamiento utópico para poder volver a moverse mañana.
Julio Baquero Cruz es investigador del Centro de Estudios Políticos y Constitucionales.
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