Duelo de gigantes
Dos de los pensadores más influyentes del siglo XX, Karl Popper y Ludwig Wittgenstein, se encontraron cara a cara una sola vez en la vida, el 25 de octubre de 1946, apenas por unos diez minutos, y la esgrima verbal y casi física que sostuvieron fue tan intensa que ha alcanzado proporciones míticas. ¿Qué ocurrió realmente? ¿Cuáles fueron los antecedentes y las secuelas de ese encuentro en el que, al cabo de los años, muchos ven la simbólica línea divisoria de las dos corrientes centrales de la filosofía moderna?
Quien tenga curiosidad por absolver estas preguntas y conocer todo el mar de fondo que arrastraba ese instantáneo duelo de gigantes, debe leer Wittgenstein's Poker (El atizador de Wittgenstein), subtitulado "La historia de la disputa de diez minutos entre dos grandes filósofos", de David Edmonds y John Eidinow, dos periodistas culturales de la BBC, que he leído como si fuera una urticante novela policial, prácticamente sin levantar los ojos del libro, las diez horas y pico que toma el vuelo de Londres a México. Los autores consiguen convencer al lector de que para entender cabalmente lo ocurrido en esos diez minutos esenciales hay que rastrear la vida cultural en la espléndida capital austriaca prehitleriana, las intimidades y rencillas del Círculo de Viena, las biografías, tesis y trabajos de Wittgenstein y Popper, las tendencias dominantes en el pensamiento europeo en los años treinta y cuarenta, el estado de la enseñanza de la filosofía en Gran Bretaña y, sobre todo, en Cambridge, y el gran debate en Occidente, iniciado en los años que vieron el ascenso del fascismo y continuado durante toda la guerra fría, sobre la función de la cultura en la vida política de las naciones.
Los dos rivales tenían muchas cosas en común. Ambos habían nacido en Austria, en el seno de familias judías conversas (al catolicismo y al protestantismo) y el antisemitismo y el nazismo los trasplantaron, después de peripecias que llevaron a Wittgenstein a Noruega y a Popper a Nueva Zelanda, a Inglaterra, que les concedió la nacionalidad. El primero pertenecía a una familia riquísima -pero había cedido toda su herencia a sus hermanos- y el segundo a una clase media acomodada, aunque ambos tuvieron siempre una predisposición compulsiva a la vida frugal y retirada, tendencia que en Wittgenstein se acentuaba a los rigores extremos del ascetismo. Pese a su pasión por las ideas, ambos fueron grandes promotores y practicantes del trabajo manual -Wittgenstein fue jardinero y Popper carpintero- que consideraban profiláctico para la vida intelectual. El puritanismo del medio en que nacieron marcó la vida sexual de ambos, caracterizada por la sobriedad y el auto control, tanto en las precarias relaciones homosexuales de Wittgenstein como en el austerísimo matrimonio de Popper con Hennie, la única mujer de su vida (El filósofo confesó a un amigo, en su vejez, que su madre nunca le había dado un beso y que él jamás besó a su mujer en los labios). Ambos eran deudores de Bertrand Russell -testigo y participante del encuentro del 25 de octubre de 1946-, que se había multiplicado para conseguir que el Tractatus Lógico-Philosophicus de Wittgenstein fuera publicado en Gran Bretaña y para que la Universidad de Cambridge le diera a éste la cátedra que desempeñaba, y que había sido asimismo uno de los más entusiastas defensores de La sociedad abierta y sus enemigos, de Popper, publicada el año anterior en Inglaterra. Y ambos eran geniales, insobornables, de una arrogancia luciferina y de largos rencores, aunque probablemente en este campo los arrebatos de histeria y frenesí de Wittgenstein (como se vio en aquella memorable ocasión) enanizaban los de Popper.
Las diferencias eran de personalidad y, sobre todo, de filosofía. La tesis de Wittgenstein según la cual no había problemas filosóficos propiamente hablando, sólo acertijos o adivinanzas (puzzles), y que la misión primordial del filósofo era limpiar el lenguaje de todas las impurezas psicológicas, lugares comunes, mitologías, convenciones religiosas o ideológicas que lo enturbiaban y desnaturalizaban el pensamiento, le parecía a Popper una frivolidad intolerable, algo que podía llevar a la filosofía a convertirse en una rama de la lingüística o en un ejercicio formal desprovisto de toda significación relacionada con los problemas humanos. Para él, éstos eran la materia prima de la filosofía, y la razón de ser del filósofo buscar respuestas y explicaciones a las más acuciantes angustias de los hombres. Así lo había hecho él, refugiado en la remotísima universidad de Canterbury, en Christchurch, Nueva Zelanda, aprendiendo griego clásico y estudiando a Platón, Hegel, Compte y Marx, en La sociedad abierta y sus enemigos, la más soberbia recusación intelectual de la tradición totalitaria, que él definió, creyendo a pie juntillas lo que decía, como "su contribución personal a la lucha contra el nazismo".
Estas dos versiones contradictorias de la filosofía se enfrentaron aquel melancólico viernes 25 de octubre de 1946, en el Club de Ciencia Moral de la Universidad de Cambridge, que presidía Wittgenstein, y que había invitado a Popper -llegado a Inglaterra hacía unos meses para ocupar una cátedra de la London School of Economics que le consiguió Frederik von Hayek- a hacer una exposición sobre el tema: "¿Hay problemas filosóficos?".
El asunto había sido elegido con toda la intención de provocar un debate entre las dos luminarias y por eso, aquel anochecer, en lugar de la decena de estudiantes y profesores que habitualmente asistían a las reuniones del Club de Ciencia Moral, había una treintena, apretados hasta la asfixia en el desvencijado salón H3, del segundo piso del antiquísimo King's College. Popper llegó a Cambridge a comienzos de la tarde y antes de ir al Club tomó té con galletitas con Bertrand Russell, lo que ha llevado a algunos maliciosos -una de las mil conjeturas que proliferan en torno a la sesión- a sostener que este último habría incitado a Popper a arremeter sin eufemismos contra la teoría de los puzzles del autor del Tractatus. Pero la verdad es que no hacía ninguna falta. Popper confiesa en su autobiografía de 1974, Unended Quest, que, desde hacía algún tiempo, ardía de impaciencia por probarle a Wittgenstein que sí existían, y de qué modo, los problemas filosóficos. Así que fue aquella noche a la reunión del Club de Ciencia Moral de Cambridge con la espada desenvainada.Popper comenzó su exposición, a partir de notas, negando que la función de la filosofía fuera resolver adivinanzas y empezó a enumerar una serie de asuntos que, a su juicio, constituían típicos problemas filosóficos, cuando Wittgenstein, irritado, lo interrumpió, alzando mucho la voz (solía hacerlo con frecuencia). Pero Popper, a su vez, lo interrumpió también, tratando de continuar su exposición. En este momento, Wittgenstein cogió el atizador de la chimenea y lo blandió en el aire para acentuar de manera más gráfica su airada refutación a las críticas de Popper. Un silencio eléctrico y atemorizado cundió entre los apacibles filósofos británicos presentes, desacostumbrados a semejantes manifestaciones de tropicalismo austriaco. Bertrand Russell intervino, con una frase perentoria: "¡Wittgenstein, suelte usted inmediatamente ese atizador!". Según una de las versiones del encuentro, a estas alturas, todavía con el atizador en la mano, Wittgenstein aulló, en dirección a Popper: "¡A ver, deme usted un ejemplo de regla moral!". A lo que Popper respondió: "No se debe amenazar con un atizador a los conferenciantes". Se escucharon algunas risas. Pero Wittgenstein, verde de ira, arrojó el atizador contra las brasas de la chimenea y salió de la habitación dando un portazo. Según la otra versión, la broma de Popper sólo fue dicha cuando Wittgenstein había ya salido de la habitación y tanto Russell como otro de los filósofos presentes, Richard Braithwaite, trataban de aquietar las aguas de la tormenta.
David Edmonds y John Eidinow han leído todos los testimonios escritos sobre este episodio, cotejado la correspondencia de protagonistas y testigos, sometido las distintas versiones a un análisis minucioso, a veces despiadado, y su encuesta -es lo verdaderamente instructivo de su libro-, en vez de establecer definitivamente la verdad de lo sucedido en aquellos acalorados y trascendentales diez minutos, sólo consigue demostrar que nunca se sabrá con total certeza lo que exactamente ocurrió. Los diez u once sobrevivientes que asistieron a aquella sesión, a quienes ellos entrevistaron, tienen recuerdos que no coinciden y que, a veces, disienten de manera capital. Unos oyeron y otros no la frase de Bertrand Russell; unos aseguran que la broma de Popper tuvo lugar antes, y otros después, de que Wittgenstein partiera como un enfurecido ventarrón. Y nadie está muy seguro de los detalles de las frases y exclamaciones que se cruzaron entre los dos polemistas. Incluso el propio estudiante encargado de llevar el acta de la sesión, probablemente paralizado de la impresión por el inesperado giro del debate, se hizo un verdadero lío y redactó una versión tan general e incolora que permite las interpretaciones más antojadizas.
Wittgenstein's Poker sólo se proponía ser un reportaje sobre un suceso cultural de indudables proyecciones en el campo de las ideas y lo ha conseguido de sobra. Pero los dos periodistas de la BBC han conseguido también, sin proponérselo, abonar con un ejemplo sobresaliente una vieja sospecha mía: que el componente ficticio -imaginario o literario- en la historia es tan inevitable como necesario. Si un hecho ocurrido hace tan poco tiempo y muchos de cuyos actores se hallan todavía entre los vivos puede escurrirse de ese modo entre las mallas de la investigación objetiva y científica y colorearse y metamorfosearse por obra de la fantasía y la subjetividad en algo muy distinto -un discípulo fidelísimo de Wittgenstein, presente en la sesión del Club de Ciencia Moral aquella noche, ha llegado a negar de manera categórica que allí ocurriera nada- qué no sucederá con la relación histórica de los hechos más pretéritos, a los que a lo largo de los siglos las ideologías y las religiones, los intereses creados, las pasiones y los sueños humanos han ido inyectándoles más y más dosis de fantasía hasta acercarlos a los dominios de la literatura, y a veces confundirlos con ella. Esto no niega la existencia de la historia, por supuesto; sólo subraya que la historia es una ciencia cargada de imaginación.
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