Desmemoria histórica
La publicación de los primeros 25 tomos del Diccionario biográfico español de la Real Academia de la Historia (RAH) -que alcanzará los 50- ha suscitado una polémica que podría haber sido fácilmente evitada si la institución responsable de la obra hubiese mostrado ecuanimidad y prudencia en su preparación. La gran extensión del proyecto -más de 40.000 entradas a cargo de 5.000 especialistas- imposibilita formular hoy un juicio de conjunto sobre la obra, animada por el Gobierno de Aznar -que se comprometió en 1999 a financiarla- con la idea de hacer la competencia al Diccionario biográfico de Oxford, no tanto en el plano científico como en el orgullo patriótico. Pero el propagandismo político, el sectarismo ideológico, la unción religiosa y la defensa de valores antiliberales y antidemocráticos presentes en algunas de las biografías ya publicadas (valgan como ejemplo las entradas de Franco y de Escrivá de Balaguer) hacen temer que el menosprecio hacia los criterios historiográficos sea la regla y no la excepción del proyecto.
La Academia de la Historia edita con dinero público un 'Diccionario' sesgado ideológicamente
La protección constitucional a la libertad de expresión ampara el derecho de las editoriales de capital privado a lanzar al mercado por su cuenta y riesgo -siempre que no infrinjan el derecho penal- reconstrucciones fraudulentas del pasado destinadas a satisfacer las demandas latentes de una sociedad pluralista y de ganar dinero. Pero el Diccionario de la RAH ha sido editado por una institución pública, obligada a servir a los intereses generales y a funcionar de manera imparcial, con seis millones de euros de subvención presupuestaria. Las protestas ante los criterios de amiguismo o de favor empleados en la selección de los autores de las entradas y las críticas lanzadas contra las églogas pastoriles a sanguinarios príncipes de la milicia disfrazadas de biografías están plenamente justificadas.
La RAH ha dedicado últimamente buena parte de sus esfuerzos a mostrar su identificación meliflua con la Corona, más allá del papel constitucional que le corresponde en el marco de una monarquía parlamentaria, y a reducir la historia de España a una ridícula cabalgata de reinados y dinastías situada por encima de la política, la cultura, la economía, la sociedad... y los propios españoles. Los sectarios procedimientos de cooptación de los nuevos académicos tienden a consolidar los rasgos ultraconservadores de una institución hostil a las modernas corrientes historiográficas.
El obligado silencio al que se vieron sometidos durante décadas los derrotados en la Guerra Civil disculpa en parte los excesos en que suelen incurrir los debates sobre la memoria histórica, concebida como el registro verdadero del pasado. Pero la desmemoria histórica que pretende crear con su Diccionario una institución pública secuestrada por ambiciones personales, negocios editoriales, grupúsculos políticos y sectas religiosas no puede esgrimir en su defensa excusa alguna.
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