Culpable inocente
El cruel juicio paralelo al acusado de la muerte de Aitana vulnera todos los derechos
Un increíble error de diagnóstico médico -ver un desgarro vaginal y anal donde no lo había y achacar a maltrato físico unas manchas en la piel producidas por una crema-, amplificado después por la ruptura del deber de sigilo y confidencialidad de la actuación policial, está en el origen del juicio paralelo, mediático y popular, padecido por Diego P. V., de 24 años, acusado falsamente de maltrato físico y sexual a la pequeña Aitana, de tres años, hija de su pareja y fallecida posteriormente en la localidad de Arona, al sur de Tenerife.
Esta concatenada vulneración de derechos de la persona -al honor, a la intimidad y la imagen, y a la presunción de inocencia- se ha producido incluso antes de que declarase ante el juez y sin darle oportunidad de explicarse ante las infundadas sospechas de su culpabilidad. Un cruce de papeles que ha colocado al Estado de derecho del revés: el tratado como delincuente era inocente, mientras que sus acusadores se comportan como si fueran delincuentes a los que no les importa llevarse por delante la honra ajena e imputar gravísimos delitos antes de que se produzca la más mínima comprobación judicial.
La autopsia de la niña confirmó, y la justicia ha ratificado, que no sufrió ninguna agresión física y sexual y que su muerte se debió a una hemorragia interna, no diagnosticada médicamente en su momento, producida cinco días antes al caerse del tobogán mientras jugaba en el parque, como había declarado Diego. El daño moral infligido al falsamente acusado es de difícil reparación. Necesitará para superar el tremendo golpe toda la asistencia que las autoridades sanitarias canarias puedan prestarle. Pero también el reconocimiento público del error cometido.
Error propiciado por los médicos que no diagnosticaron correctamente la lesión (un coágulo en la cabeza) y que en un segundo examen, ante el empeoramiento de la niña, vieron lo que no había. Pero error amplificado luego por los medios de comunicación, escritos y digitales, que no sólo dieron por bueno sin mayor comprobación el diagnóstico filtrado, sino que lo presentaron en algunos casos de la manera más truculenta. ¿En virtud de qué análisis introspectivo se puede determinar que la mirada temerosa y extraviada de alguien falsamente acusado es la del "asesino de una niña de tres años", o concluir que tenemos a un monstruo entre nosotros?
La profesión periodística, tan crítica con quienes desempeñan otras actividades con repercusión pública, tiene en este desdichado episodio una muestra del desastre a que puede conducir la ligereza a la hora de medir las consecuencias de lo que se dice o escribe. Mal camino tomarían los medios si se convierten en meros difusores de lo que digan otros, sin pasarlo por el tamiz de su disciplina profesional, que es ante todo la de la comprobación de la exactitud de los hechos; o si sus juicios sobre las personas responden a ideas preconcebidas o a un mero afán sensacionalista.
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