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Buscarle tres patas a la mesa

En el debate sobre el proceso de paz, domina la desconfianza y el escepticismo. Como hasta el momento no ha pasado nada reseñable, las críticas no pueden sino ser "preventivas": algunos temen que el Gobierno vaya a ceder ante los terroristas, rompiendo la legalidad y el orden constitucional, precisamente ahora, cuando ETA está más débil que nunca.

Para justificar esos miedos, se trae a colación la propuesta de formar una mesa de partidos, que se interpreta como signo inequívoco de que la Constitución y la democracia van a quedar entre paréntesis mientras se gestiona el fin de ETA. Muchos políticos, periodistas e intelectuales han dictaminado que una mesa de partidos sería una aberración democrática y un engendro jurídico, porque suplantaría la actividad del Parlamento vasco y rompería los principios constitucionales.

El asunto merece una discusión más pausada. Para ello, conviene en primer lugar poner en perspectiva el proceso de paz. ETA es hoy una organización terrorista con una capacidad ofensiva muy limitada, aislada internacionalmente, y con un apoyo social que se puede cifrar en torno a 150.000 personas, los votantes de Batasuna. Con todo, a pesar de esta debilidad operativa, ETA mantiene importantes recursos organizativos gracias a la existencia del conglomerado batasuno, con sus asociaciones, partido, sindicato, publicaciones, empresas, etcétera.

En el momento presente, los etarras están barajando la posibilidad de abandonar la violencia para siempre y dedicar todos esos recursos de los que disponen a hacer política dentro del sistema, transformando el poder de las armas en el poder de los votos.

En este sentido, ETA tiene que resolver dos problemas: el abandono de las armas y la situación de los presos por un lado, y la integración de Batasuna en las instituciones por otro. La mayoría de los análisis pasan por alto el segundo problema, pero está indisolublemente ligado al primero. Porque para que ETA tome la decisión de desaparecer, es preciso que Batasuna se integre en el sistema no como brazo político de la organización armada, sino como partido que luche democráticamente por la independencia del País Vasco o por lo que tenga a bien propugnar. Sólo entonces culminará con éxito el reciclaje de las armas en votos.

¿Es razonable que el Estado haga algo para conseguir que Batasuna se integre plenamente en el orden democrático? Si algo se ha aprendido de la experiencia acumulada en el campo de la resolución de conflictos es que la paz resulta más probable cuando todas las partes se sienten representadas en un acuerdo incluyente. Para alcanzar ese tipo de acuerdos, se requieren formas institucionales flexibles en las que las diversas fuerzas políticas tengan un cierto poder de veto más allá de su poder numérico en el Parlamento. En cierta medida, estos acuerdos comprensivos tratan de dar garantías a las minorías de que sus demandas van a ser respetadas y escuchadas. Otra cosa es la idea de power sharing (perdón por el anglicismo), una forma de tomar decisiones al margen del juego de las mayorías. Este tipo de solución es el que se ha ensayado en Irlanda del Norte y en muchos otros lugares en los que ha habido conflictos violentos.

En el País Vasco, la reforma del Estatuto puede servir de oportunidad para alcanzar uno de estos acuerdos incluyentes. En medio del proceso actual de reformas estatutarias, es evidente que el Estatuto vasco también va a ser reformado. Desde luego, la integración de Batasuna será muy improbable si no participa en las negociaciones sobre el nuevo marco legal del País Vasco. De ahí que la mesa de partidos sea conveniente, no sólo porque Batasuna no está actualmente representada en el Parlamento, con lo que es imposible que intervenga en debates parlamentarios, sino además porque así cabría consensuar un acuerdo que satisfaga a todas las partes y que sirva a los batasunos para acomodarse en el sistema.

¿Supone la mesa de partidos deslegitimar el Parlamento vasco y las instituciones democráticas? A mi juicio, no. Para empezar, en las llamadas democracias "consociacionales" o de consenso, que incluyen países tan civilizados y pacíficos como Holanda o Suiza, las profundas divisiones étnicas, religiosas o lingüísticas se resuelven mediante grandes acuerdos entre las cúpulas de los partidos políticos, fuera del Parlamento y más allá de mayorías coyunturales. Se considera que este tipo de prácticas de consenso son necesarias para preservar el sistema democrático. Lejos de pervertir la democracia, estas prácticas la hacen posible.

También es preciso mencionar que en los llamados países "corporatistas", la política económica y de mercado de trabajo se realiza mediante mesas extraparlamentarias con Gobierno, sindicatos y organizaciones patronales, a pesar de que estos actores no sean depositarios de la "soberanía nacional".

Pero es que además los Parlamentos han ido perdiendo poderes sin que el sistema democrático haya desfallecido. Por ejemplo, delegando ciertas políticas a instituciones no representativas (bancos centrales, agencias reguladoras, etcétera), o cediendo competencias a instituciones supranacionales.

A todo lo anterior hay que añadir una última consideración: lo que se acuerde en la mesa tendrá que ser luego ratificado por los Parlamentos vasco y español, de acuerdo con lo que dispone el ordenamiento legal.

En suma, no resulta convincente afirmar que la formación de una mesa de partidos constituye una ruptura del marco constitucional porque la soberanía reside en el Parlamento. La mesa es un procedimiento para alcanzar un gran acuerdo incluyente que facilite la reconversión de una ETA terminal en una fuerza política que actúe según las reglas de la democracia.

Por supuesto, nadie tiene por qué estar de acuerdo con una propuesta semejante. Pero resulta excesivo zanjar la cuestión declarando que la mesa rompe con la democracia y la legalidad. Sería de agradecer que quienes se oponen a la mesa de partidos, y no ven sentido en el proceso de paz, detallaran sus propuestas alternativas sobre cómo acabar con ETA. Sobre todo, porque las declamaciones cargadas de principios morales resultan más bien inútiles, por mucha satisfacción que les produzcan a quienes las realizan.

Ignacio Sánchez-Cuenca es profesor de Sociología de la Universidad Complutense.

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