Barbarie, religión y progreso
Tanto el Oxford Dictionary como el DRAE coinciden en que civilizar es sacar a algo o alguien de un estado bárbaro o salvaje, instruyéndole en las artes de la vida -añade el libro inglés- de modo que pueda progresar en la escala humana. O sea que, aunque una civilización sea el conjunto de creencias y valores que conforman una comunidad, a la civilización en sí podemos definirla como el progreso a secas. Las civilizaciones, en cambio, constituyen un concepto más ambiguo e impuro: hacen referencia no sólo a los valores culturales, éticos o de cualquier otro tipo que sustentan la sociedad, sino también a sistemas o mecanismos de organización de la misma. Tienen, por eso, que ver con la cultura y la educación, pero también, y en gran medida, con el poder.
En la historia de las culturas desempeña, a no dudar, un papel relevante la de las religiones, y de ahí se deriva el frecuente abuso intelectual que tiende a confundir éstas con las civilizaciones propiamente dichas. Sería absurdo negar que la religión, y su práctica, han tenido enorme influencia en el devenir de los humanos. Pero, a estas alturas, resulta un dislate hablar de civilización cristiana (últimamente convertida incluso en judeo-cristiana, contra toda evidencia) o de civilización musulmana, tanto como hablar de la civilización occidental, a secas. No obstante, estos son términos de uso común en los que hemos sido aleccionados desde la escuela y cuya utilización en el debate comienza a ser casi imprescindible. ¿Qué tiene que ver el pentecostalismo americano o el fundamentalismo de sus telepredicadores con la iglesia de Roma, por mucho que todos reclamen el cristianismo como patrimonio propio? ¿Definiríamos a Indonesia como una muestra ejemplar de la civilización musulmana, por el solo hecho de ser un país cuya inmensa población practica en gran medida dicha creencia? La deriva a confundir o identificar las civilizaciones con las religiones -especialmente con las del libro- permite ignorar el pluralismo que anida en cada una de ellas y del que, sin ir más lejos, constituye una trágica demostración el enfrentamiento en Irak entre suníes y chiíes.
Convertir las civilizaciones en sistemas cerrados, autárquicos, incomunicados entre sí, capaces de confrontarse o aliarse, como en un orden militar, es una impostación ficticia al servicio de la política. La civilización, el progreso como tal, está hecho precisamente de muchas culturas, de muchas y variopintas civilizaciones que a cada rato reciben préstamos del prójimo y otorgan dádivas de su propia identidad. No hay, ni ha habido nunca, desarrollo humano sin mestizaje. Pero si se entienden las civilizaciones como compartimentos casi estancos, en vez de como el fruto indeciso, y aun difuso, del devenir de la sociedad, es fácilmente comprensible también la ambición que padecen quienes contemplan el mundo desde la globalidad de una verdad revelada: asumen siempre la civilización propia como la más avanzada y deseable para la humanidad, y se disponen a extenderla no importa utilizando qué métodos. Los imperios coloniales europeos construyeron, así, el mito conceptual del Oriente, al que correspondió enseguida la autoidentificación de Occidente, común denominador utilizado hoy por Bin Laden para señalar los objetivos de sus acciones terroristas. De nada sirve, por ejemplo, contemplar la evolución reciente de Japón, cuya sociedad asume rasgos culturales de los típicamente llamados occidentales, integrándoles en una tradición milenaria que hace siglos fue penetrada igualmente por el budismo zen.
El establecimiento de identidades formales, diferentes y opuestas entre sí, es condición básica para el juego del poder. Lo mismo nos permite invadir Irak que seleccionar la raza o el carácter de los individuos, como hizo Hitler en su día y pretende ahora emular Tony Blair.
Amartya Sen ha escrito un libro memorable (Identity and Violence)donde pone de relieve que las muchas identidades que suelen coincidir en un individuo o grupo suelen ser complementarias y no discriminato
-rias entre sí. Su reconocimiento da sentido a la democracia, al ejercicio de la libertad y al pluralismo de las sociedades modernas. Uno puede ser a la vez catalán, español, europeo, arquitecto, hombre o mujer, moreno o rubio, alto o bajo, cristiano, judío o musulmán, sentir su identidad en todas esas cosas a la vez, y de manera prioritaria en alguna de ellas, según las ocasiones. Una identidad no anula a las demás, ni tiene por qué ser contradictoria con ellas. Sen discute la idea -tan extendida- de que los conceptos de libertad, de tolerancia o de convivencia entre religiones e ideologías plurales y diferentes, son prioritaria u originariamente occidentales. Pone numerosos ejemplos de pensadores y gobernantes musulmanes que fueron más respetuosos con las libertades religiosas de sus súbditos que lo eran sus contemporáneos cristianos. Por lo demás, insiste en que una identidad impuesta o heredada, mantenida en nombre de los principios o de la tradición, no es comparable a la que es consecuencia de una elección libre. Es la libertad de los ciudadanos, su derecho a elegir, lo que caracteriza a las democracias. Coincido, por lo mismo, con él en que la multiculturalidad sólo es plausible y beneficiosa cuando se produce como corolario de la diversidad pluralista que emana del ejercicio de la libertad. El multiculturalismo ejercido en nombre de principios heredados a través de la familia o la religión, e impuestos a veces coactivamente por el entorno social, no puede merecer la protección ni la simpatía de los poderes del Estado. Por eso la escuela pública debe instruir acerca de las diversas religiones y su papel histórico, político y social, pero desde el punto de vista democrático es inadmisible establecer en ella aulas para el adoctrinamiento religioso, cualquiera que sea la confesión que se propague.
Estas son cuestiones que merecen un mejor análisis tanto a la hora de hablar del diálogo o la alianza de civilizaciones como a la de plantearse los problemas generados por la oleada de inmigrantes, legales o no, que llega a los países desarrollados. Una sociedad democrática es lo menos parecido a una sociedad homogénea, pero no puede convertirse en una federación de tribus en la que cada una establezca sus propias normas de comportamiento y su relación con el resto. Por mucho que dialoguen entre sí. Es preciso el establecimiento de unos valores comunes, que quizá puedan reducirse a un solo enunciado: el ejercicio de la libertad. Sólo desde esa plataforma, que presupone el respeto al otro y la duda sobre el yo, podrá construirse el diálogo y el acuerdo.
En su prólogo al famosísimo libro de Ibn Hazm, El Collar de la Paloma, don José Ortega y Gasset insiste en su apreciación de que "la Edad Media europea es inseparable de la civilización islámica ya que consiste precisamente en la convivencia, positiva y negativa a la vez, del cristianismo y el islamismo sobre un área común impregnada por la cultura grecorromana", lo que le lleva a concluir que los primeros escolásticos no fueron los monjes de Occidente sino los árabes, a los que Aristóteles llega antes que a la mayoría de los pensadores cristianos.
La idea de que son las religiones las que limitan y definen el entorno de la civilización ha llevado a sugerir que ese es el motivo fundamental por el que el progreso fue diferente a ambas orillas del Mediterráneo. Pero si lo fue, y cuando lo ha sido, se debió fundamentalmente a las imposiciones del poder. Sin las Cruzadas y la Inquisición, sin la insidiosa Reconquista ibérica, podríamos -¿quién sabe?- haber asistido al florecimiento de una civilización mediterránea, ecuménica y no sincretista, en la que convivieran diversos legados de la cultura grecolatina, lo mismo que conviven hoy las dos Europas, la de la cerveza y el vino, la de la mantequilla y el aceite de oliva, en una sola idea de democracia. El poder religioso, aliado con el trono, se encargó sin embargo de eliminar el pluralismo, tanto en el seno del islam como en el de la cristiandad. Los liberales de unas y otras religiones sufrieron persecución y exilio por los poderes de esta tierra. Lo único que podemos decir ahora es que no tuvo que ser así, y que todavía podría no ser así. Ojalá (ua xa Alah) que la Alianza de Civilizaciones, impulsada por Rodríguez Zapatero y las Naciones Unidas, sirva al menos para reflexionar al respecto, escapando a la tentación, demasiado evidente, de convertirse en un elemento más de la propaganda política.
(Resumen de la intervención en el homenaje a Juan Goytisolo en Marrakech el día 11 de septiembre de 2006)
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