Artistas no invitados
En esta esperanzadora ola revolucionaria no se han levantado los "musulmanes", sino los ciudadanos de las dictaduras del Magreb y Oriente Próximo. Su rasgo definitorio no es la religión, sino sus regímenes políticos
Primero fue la incredulidad ante lo que estaba sucediendo. Después, la desconfianza ante las verdaderas intenciones de los manifestantes. Más tarde, los pronósticos agoreros sobre lo que vendría a continuación. Finalmente, la búsqueda de paralelismos históricos que, amparándose en un conocimiento sumario sobre Irán o Europa del Este, ocultase la absoluta ignorancia acerca de lo que estaba pasando en el Magreb y Oriente Próximo. Cualquier cosa antes que contemplar cara a cara las revueltas de unos actores imprevistos en la escena internacional, de unos artistas en verdad no invitados a la representación geoestratégica del mundo: los ciudadanos de una veintena de países a los que los cálculos de las grandes potencias no solo habían condenado a padecer la dictadura y la miseria, sino que, además, habían convertido en merecedores de su trágico destino por la única razón de haber nacido en una región en la que la religión musulmana es la mayoritaria.
La misma extrañeza siente un europeo cuando Al Qaeda se refiere a él como "cristiano"
El escepticismo ante las revueltas es una argucia para escamotearles solidaridad y apoyo
Cada vez que se habla de estos ciudadanos como "musulmanes", y cada vez que se agrupa a sus países bajo la rúbrica de "mundo musulmán", se está cerrando con más fuerza el círculo vicioso del que se les ha hecho prisioneros, y del que ahora han salido para decir basta. La misma, exactamente la misma extrañeza que pueda sentir un europeo cuando Al Qaeda se refiere a él y a Europa como "cristiano" y como "mundo cristiano", respectivamente, es la que experimentan los ciudadanos del Magreb y Oriente Próximo cuando, desde este lado, se antepone la religión a cualquier otro rasgo para definirlos a ellos y a sus países. Si Al Qaeda escogió el lenguaje religioso para describir el mundo fue, sencillamente, porque en ese lenguaje y en sus categorías creyó encontrar legitimación para sus crímenes. Lo absurdo es que desde Europa y Estados Unidos, desde Occidente, se adoptara ese mismo lenguaje, esas mismas categorías, imaginando que podrían ser útiles para defender la democracia. Y no solo en el Magreb y Oriente Próximo, sino también en la propia Europa, como se vio cuando algunos partidos defendieron incluir una mención a las "raíces cristianas" en el abortado texto constitucional de la Unión.
Si se hablase en términos políticos, que son los términos en los que debería hablarse, el rasgo que mejor define a los países del Magreb y Oriente Próximo no es la religión mayoritaria de sus habitantes, sino la naturaleza autoritaria de sus regímenes. Unos regímenes que, salvo en el caso de algunas monarquías, no pretenden extraer su legitimidad del islam ni de la descendencia real o figurada del Profeta -una ficción equivalente a la de declararse caudillo por la gracia de Dios-, sino de la lucha contra el colonialismo y de la ideología nacionalista y socializante que invocaron los golpes de Estado inspirados en el de Nasser. Pero es que desde Europa y Estados Unidos, desde Occidente, se abdicó de los términos políticos, de las categorías políticas, a la hora de describir la realidad del Magreb y Oriente Próximo, en especial tras los atentados del 11 de septiembre.
La excusa era que, en tiempos del Califato, el islam no distinguía entre fe y política, y también que Al Qaeda cometía sus atrocidades en nombre de una utopía regresiva que prometía el paraíso por el tortuoso procedimiento de volver a un pasado idealizado. Bajo el peso de estas dos imágenes, de estos dos prejuicios, la realidad política del Magreb y Oriente Próximo se desvaneció en el aire: allí no había Estados regidos por siniestras dictaduras, sino masas de musulmanes a las que una literatura de ocasión pintaba como rencorosos enemigos de Occidente, predestinados a abrazar la fantasía criminal de Al Qaeda. En lugar de análisis políticos sobre lo que sucedía en la región, se multiplicaron los análisis teológicos acerca de las interpretaciones del Corán, que los Estados democráticos debían promover mediante un cuerpo de imanes a sueldo para combatir los peligrosos gérmenes de ese "mundo musulmán" que llegaban a través de la inmigración.
Las revueltas de estos días, en las que millones de ciudadanos del Magreb y Oriente Próximo se han echado a las calles para deshacerse de las dictaduras que los sojuzgan y, en definitiva, para reclamar sus derechos políticos, contribuirán, sin duda, a que todos esos volúmenes acaben donde merecen: en el tenebroso panteón donde yace la literatura racista y la literatura antisemita, cuyo argumento principal, la necesidad de poner bajo sospecha a las personas por lo que son, sin importar lo que hacen, compartían. Pero mientras llega ese momento, la ingente literatura sobre el islam que ha proliferado durante estos años sigue produciendo efectos en forma de escepticismo ante las revueltas, una argucia para escamotearles la solidaridad y el apoyo que merecen. O en forma de especulaciones sobre los límites del régimen político que serán capaces de alumbrar, como cuando se escuchan voces que, ensalzando el laicismo de Ataturk y minimizando su autoritarismo, pronostican para Túnez y Egipto el denominado "modelo turco". Tal modelo, de existir, no lo sería nunca de democracia. En Turquía, lo que existe es un ejército que se ha arrogado un derecho de vigilancia sobre lo que votan los ciudadanos, y que en 1998 le llevó a perpetrar un golpe subterráneo contra el Gobierno de Erbakan, al que derrocó. Si ahora, con el islamista Erdogan, no vuelve a las andadas es porque no puede, porque en 1998 agotó el cupo de aventuras que le habían concedido las grandes potencias, aunque su última intentona date del pasado diciembre.
La insólita conversión de Turquía en un modelo de democracia válida para los musulmanes, y solo para ellos, tiene que ver con la pervivencia de esa imagen, de ese prejuicio profusamente cultivado desde los atentados del 11 de septiembre, según la cual los ciudadanos del Magreb y Oriente Próximo están incapacitados por la religión para disfrutar de un auténtico régimen de libertades. En el caso de Egipto, la evocación del "modelo turco" responde, además, a la desesperada búsqueda de paralelismos históricos, de clarividentes metáforas con las que, mediante un cambalache intelectual, se pretende explicar lo que se ignora a través de lo que se conoce. Como el poder cayó en manos de Tantaui tras la huida de Mubarak, y Tantaui es un mariscal del Ejército egipcio, la comparación con Turquía está servida. Aunque eso sí, con la concluyente salvedad de que cualquier parecido de la situación política turca con la egipcia no sería solo una coincidencia, sino un fenómeno paranormal.
La presencia del mariscal Tantaui al frente del Gobierno interino de Egipto, lo mismo que la de Ghanuchi, antiguo primer ministro de Ben Ali, al frente del de Túnez, nada tiene que ver con ningún "modelo turco"; tiene que ver con la opción política adoptada por egipcios y tunecinos para llenar el vacío de poder tras la huida de sus dictadores. O bien se formaba un gobierno de notables llegados del exilio, lo que garantizaba que los restos del aparato dictatorial torcerían la transición en cuestión de pocos días, o bien se constituía un gobierno encabezado por algún dirigente del antiguo régimen, y por tanto habilitado para controlarlo, aunque firmemente comprometido con la transición. Ghanuchi se comprometió a la fuerza, pero se comprometió, concediendo una amnistía, incoando un proceso por corrupción contra tres exministros y solicitando la extradición de Ben Ali y el bloqueo de sus cuentas en Suiza, además de preparar unas elecciones constituyentes previstas para septiembre. En cuanto a Tantaui, el criterio que venía expresando a sus interlocutores norteamericanos mucho antes de que estallaran las revueltas era que el poder debía pasar a los civiles. Fue, además, uno de los principales responsables de que el Ejército egipcio no disparase contra los manifestantes, a los que visitó en la plaza Tahrir para decir que consideraba legítimas sus protestas. En este caso, el plazo para la celebración de elecciones constituyentes se ha fijado en seis meses. Desde el momento en que Gadafi ha recurrido a la violencia, la evolución de Libia si finalmente cae, como es de esperar que caiga, es una incógnita.
Esta esperanzadora ola revolucionaria ha sido posible, no porque se hayan levantado los "musulmanes" del "mundo musulmán", según diría la teología, sino porque lo han hecho los ciudadanos de las dictaduras del Magreb y Oriente Próximo, según sostiene la política. Y eso aunque lo hayan hecho a título de artistas no invitados, siendo como es enteramente suya la representación del mundo en la que participan.
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