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Tribuna:Historias de fin de siglo
Tribuna
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Amor y otros muebles

Manuel Vicent

No quedaba ni un mueble, ni un cuadro, ni un electrodoméstico, ni una alfombra. Por supuesto, el televisor también había desaparecido, y cada puerta ahora se abría a un espacio desierto. Ellos traían de la playa dos maletas sucintas con ropa sucia que abandonaron en mitad de la sala vacía y luego se miraron sin hablar, recorrieron alelados las estancias totalmente peladas y al final un sollozo de la mujer estalló de forma distinta en el fondo del dormitorio. El primer cambio que experimentaron fue el de la propia voz. Había una resonancia desconocida, probablemente olvidada, en las palabras de la pareja que los tabiques devolvían con un eco muy crudo. Las pequeñas blasfemias o gemidos ya no se ahogaban en las cortinas, y las miradas que ellos se cruzaban también eran más directas, puesto que no había ningún objeto que se insertara entre los dos. Lentamente les acogió la sensación de despojo, se sentaron en el suelo del comedor, uno frente al otro, con la espalda en la pared y permanecieron en silencio contemplándose dentro de un nuevo paisaje. En realidad, aquel hombre no era nada sin el viejo sillón. Durante 10 años de matrimonio la silueta del marido se había implicado profundamente con los muebles del hogar y en este momento ella tenía que realizar un gran esfuerzo para asimilar su imagen limpia sin referirla al aparador, a las lámparas o al trasfondo de la biblioteca. Tampoco el cuerpo de la mujer en aquella soledad de cal, ausentes ya los reflejos de la madera y de las copas de cristal en la vitrina, poseía la densidad a la que él se había acostumbrado. Pero hace mucho tiempo, en este mismo escenario, ellos se amaron ardientemente en las tardes de lluvia.-¿Recuerdas? Es como aquella vez.

-Deja.

-Este era el piso piloto y lo acabábamos de comprar. Estaba vacío.

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-¿Qué quieres decir con eso?

-Hicimos muchas veces el amor aquí en el suelo sobre una manta cuando éramos novios. Olía a pintura.

-Deja.

-Tú gritabas contra las paredes desnudas.

-Nos acaban de robar: ¿no lo entiendes?

-Sí.

El crujido del amor

En aquellas tardes lejanas de lluvia el orgasmo de los jóvenes amantes sonaba en la casa deshabitada como en un acantilado y ellos se querían con la fuerza de una pasión que carece de historia. Antes de casarse llegaban al piso mordiéndose en el ascensor, abrían la puerta con toda la sangre ya en el bajo vientre y se arrojaban en el parqué recién acuchillado, entablaban una refriega absolutamente carnal, y el deseo del cuerpo contrario, que sólo se requería a sí mismo, no necesitaba colchón, ni lámparas, ni tresillos, ni consolas, ni espejos, ni estanterías, ni chinos de alabastro, ni la Santa cena de Leonardo, ni colchas bordadas por unas monjas de Granada, ni esas uvas de resina ni, por supuesto, el televisor. Ambos atravesaban en largas cabalgadas la desnudez del espacio y el crujido del amor rebotaba en los tabiques. Los objetos llegaron después.

Primero fue aquel arcón de herrajes oxidados y cebolletas reparadas que el joven marido heredó de la familia, donde la abuela almacenaba la cecina de buey y las hogazas de pan candeal. Estaba penetrado todavía por un perfume de casa de labranza que él conocía muy bien. La nueva pareja lo había utilizado para guardar las sábanas almidonadas, pero sus entresijos permanecían impregnados con fragmentos de memoria cuyo aroma lo llevaban a la infancia en el pueblo. También acudió a continuación un armario ropero de nogal con luna emplomada de origen desconocido o perdido en el pasado. Tenía profundos cajones que se abrían como féretros, y alguno de ellos estaba sin explorar todavía después de 10 años de matrimonio. Este mueble severo había presidido los mil coitos reglamentarios de la pareja, formaba parte indivisible de su amor, ya que siempre se veía reflejado en el espejo biselado de la alcoba cuando los cónyuges realizaban la posesión. La luna del armario mandaba la imagen de los conejos al espejo de la pared y éste la devolvía a la luna del armario; así que ellos no eran más que una apariencia. Con el tiempo este armatoste llegó a despertarles un reflejo condicionado. Esa mezcla de alcanfor, membrillo, almidón y lavanda que exhalaba su intestino se había unido para siempre a través de la nariz con las venas eróticas del fémur. El resto de los muebles, aunque eran relativamente nuevos, no carecían de historia. Se habían diluido en la biografía amorosa de la pareja o en su vida común, hasta tal punto que no se podía separar la consola de la paga extraordinaria del marido, ni la lámpara de Murano de aquel viaje a Venecia, ni los regalos de boda del recuerdo de los primeros años felices, ni la colección de cerámica popular de aquella etapa de activismo progresista, ni las litografías enmarcadas del paseo de los sábados por las galerías de arte. El lento acarreo de objetos había terminado por formar un paisaje donde ellos se reconocían. No se trataba sólo de una dimensión en el tiempo. También la sensación del espacio se la habían llevado los rateros. La cera del aparador, los guiños de la plata, el reflejo de las copas de cristal, la delicuescencia del cuero, el tamiz dulce de las pantallas trazaban una red hexagonal de luces, y dentro de ella los cónyuges habían tomado un volumen real.

-¿Qué podemos hacer?

-Nada. -Resistir.

-No tenemos televisor.

-Entonces no habrá más remedio que mirarse a la cara.

-Es terrible.

-Bueno. ¿Qué más da?-¿Me quieres?

-Claro.

Un efecto óptico

La pareja decidió resistir con buen ánimo, y en el primer momento incluso le pareció divertido dormir aquella noche en el suelo del piso vacío. Al día siguiente cada uno acudió al trabajo con normalidad, se hicieron compadecer por los compañeros de la oficina, alguien habló de la inseguridad ciudadana, compraron bocadillos y algunas cervezas y al final de la tarde ambos regresaron juntos a la casa desierta. Sentados en el parqué del salón, con las patas en aspa como dos excursionistas, se zamparon las viandas sin hablar, escrutándose mutuamente. ¿Quién sería ese señor que estaba ahí enfrente? Resultó curioso en extremo. Después de muchos años, la mujer había descubierto por primera vez que aquel sujeto parecía tener un brazo más largo que otro. Podía tratarse de un efecto óptico, puesto que la composición de su figura había variado con respecto al fondo del cuadro. Por su parte, el hombre también fijaba en la chica una mirada devastadora en silencio.

-¿Te pasa algo?

-Nada. Que tienes la cabeza más gorda.

-Te crees muy gracioso.

-Perdona.

-Eres idiota. ¿Sabes una cosa? Se te ha descolgado el cuello. Pareces un pavo.

-¿Un pavo yo?

Condenados a comunicarse

Esta pequeña gresca se inicio a la hora del telediario. Pero ningún bombardeo en Líbano, ni hazaña de Jomeini, ni sonrisa agria de Bogart podía establecer un alto el fuego entre ellos. Sin un solo cacharro a su alrededor, estaban condenados a comunicarse. Mientras infinitas parejas se hallaban en ese instante frente al televisor, con la memoria perdida en un concurso en que dan una calabaza al perdedor o regalan un viaje al Caribe a quien adivina los afluentes del Tajo, ellos habían comenzado un acto de devoración. No tenían nada que decirse ni podían ver Flamingo Road, de modo que no había más remedio que comerse una pierna para pasar el rato. La comunicación consiste en eso. Uno empieza por preguntar el nombre del prójimo, luego sonríe y te coge de la mano; a continuación le besa o le acaricia los ijares, le interroga cosas del alma o del pasado y al final acaba fregándose el cuerpo con él crudamente sobre una tarima. Y cuando el deseo ha terminado, entran los hígados en escena según un modo caníbal, hasta que el serrín de la tripa se derrama. Ahora la pareja se arrastraba por el suelo deshabitado mordiéndose la yugular en busca de un objeto donde reflejarse. Desnudos, de forma ciega, como dos reptiles, en la penumbra desolada, se dirigían hacia el espejo biselado de la alcoba principal. Una especie de bálsamo les acogió cuando se contemplaron de nuevo como otros seres en el único vidrio de la casa que los había transformado en imágenes o espectros. En medio del acto carnal la pareja interrogaba al aire una duda aciaga.

-¿Quién eres tú?

-Calla.

-¿Me quieres?

-No sé. Te odio. Parece que esa sombra te desea mucho. Mírala. Es la misma, de siempre. Ahí en el espejo.

-Ya no está el armario.

-¿Y qué?

-No puedo seguir.

Sin la presencia adusta del armario ropero ellos no alcanzaron el orgasmo ni una sola vez, y aquel hombre fuera de su sillón había perdido toda la autoridad. Ninguna lámpara le coronaba y la biblioteca tampoco le hacía ya paisaje a su inteligencia. La mujer contra la cal del tabique no era más que una figura.

Un cuerpo sin deseo

La vida sin cacharros alrededor resultaba insoportable, sólo poseían un cuerpo sin deseo, no había otro remedio que tratar de conocerse, y de ese modo, al segundo día de soledad comenzaron a morderse en la rodilla, en el costado, en la nuca, en las paletillas y en el vientre. Iban malheridos al trabajo, con esparadrapos en el rostro, y al final de la tarde regresaban a casa para continuar con el banquete.

-¡Imbécil! Esta vez me voy a comer tu pie.

-¡No!

-¡Socorro! Mi oreja.

-Ñarn, ñam. Ya eres mío.

Silencio con intermediarios

En el piso sólo se veían botellas de cerveza estalladas. Y algún lamparón de sangre en las paredes. Pero de pronto se les ocurrió una idea feliz. Podían pactar amistosamente la solución de rodearse de objetos otra vez. Fue una buena salida. A medida que a la casa iba llegando una cómoda, un aparador, una cama, una vitrina, un televisor, una estantería, un frigorífico, una mesa de comedor, unas sillas, un sofá, unos visillos, una alfombra y un arcón el conocimiento de la pareja comenzó a diluirse y a tomar referencia con respecto a la consola. Puesto que ya hablaba la televisión ellos podían callar. Era un silencio con intermediarios. Los cacharros hacían de intérpretes de la soledad y dentro de ella volvieron a ser felices y desconocidos. El instante supremo se alcanzó aquella tarde en que él pudo sentarse finalmente en un sillón con el periódico y ella enchufó el aparato para contemplar Flamingo Road mientras hacía calceta al lado de su amado. De aquel mueble.

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Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.

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