Agenda global
Con la evidencia de lo que está aconteciendo ya, la perspectiva de una buena gobernanza global está pasando a ser una necesidad pragmática, dejando de ser el buen deseo profético que atrajo a tantos intelectuales desde que lo enunciara Immanuel Kant.
Pero en la perspectiva de esta nueva agenda hay algo que nadie pudo imaginar hasta la fecha: los Estados deben interiorizar que, sin un diálogo global con las grandes empresas multinacionales, no existen soluciones efectivas. Y los consejos de administración de las grandes empresas globales no pueden seguir considerándose como equipos privados, sino como instituciones cuyas decisiones influyen en el bien público global.
Los hitos sobre los que se ha configurado la nueva coyuntura son de sobra conocidos: la globalización, la revolución de las comunicaciones y la tensión entre unilateralismo y multilateralismo son el sustrato de esta nueva situación. De resultas, entre otros, hay que señalar dos nuevos fenómenos. El primero, el poder global se ha reestructurado y las grandes empresas multinacionales tienen una parcela en la toma de decisiones mundial tan importante como los propios Estados. El segundo, la humanidad ha desarrollado con la revolución de las telecomunicaciones y la descentralización de la opinión mundial en Internet un enorme potencial de reflexión y de análisis.
Podemos estar ante el agotamiento de los recursos básicos de toda la humanidad
En este nuevo escenario han germinado iniciativas novedosas: en 1992 se celebró la Cumbre de Río sobre Medio Ambiente, un primer aldabonazo sobre las consecuencias ecológicas del crecimiento económico global. A finales de los noventa surgieron foros que llamaban a las empresas a convertirse en parte de la solución, como el Foro Económico Mundial de Davos o el Global Compact de Naciones Unidas. En 2002 nacieron los Objetivos de Desarrollo del Milenio, que intentan erradicar el hambre, las pandemias, la falta de educación básica y de desarrollo en extensas regiones del planeta.
Por fin, en los últimos años han surgido fenómenos que cierran el círculo. El rápido crecimiento de los países emergentes, con China a la cabeza, ha comenzado a ocasionar tensiones en la oferta de productos básicos como la energía. Ha irrumpido con fuerza la amenaza de cambio climático, como una inmediata consecuencia del crecimiento de una economía basada en el carbón. Finalmente, el rápido aumento internacional del precio de los alimentos ha hecho ver que la oferta agrícola debe acelerarse para acompasarse al crecimiento de la demanda.
Estos datos deben llevarnos a una conclusión clara, que Jeffrey Sachs acaba de enunciar en su libro Common Wealth: la humanidad está comenzando a llegar a los límites en el uso de sus recursos básicos.
Estamos ahora inmersos en una crisis alimentaria, que amenaza a más de 100 millones de personas en más de 30 países del mundo. En diversas instancias multilaterales se ha abordado el problema y formulado algunas soluciones, aunque probablemente iremos resolviendo el problema a costa de la tragedia de millones.
Pero si hoy hablamos de una crisis alimentaria, mañana probablemente hablaremos de una crisis global del agua, o de la energía, o de la ocasionada por nuevos fenómenos climatológicos. Y en todos esos casos, los que sufrirán las consecuencias serán primeramente los más desposeídos del planeta.
A la luz de los últimos acontecimientos, las aspiraciones de una humanidad más reflexiva respecto al cambio climático o el desarrollo global están siendo crecientemente coloreadas, y agudizadas, por el hecho de que también estamos entrando en un periodo de crisis globales de nuestros recursos básicos.
Este nuevo contexto pudiera propiciar soluciones equivocadas, como lo ha demostrado el semi-fracaso de la cumbre alimentaria de Roma. Quizás vamos a volver a escuchar en pleno siglo XXI los crueles ecos del maltusianismo. Y existe el peligro de que se detenga el proceso de globalización y se inicie una nueva era de proteccionismo, con los países del Norte atrincherados detrás de nuevas barreras, incluso éticas. Pero a la larga, estos enfoques no harán sino aumentar los sufrimientos y retrasar las soluciones, que, de modo inevitable, ya no pueden ser sino abiertas, multilaterales y globales.
Probablemente, la única solución efectiva consiste en elevar nuestra capacidad de gestión global. O, dicho de otro modo, de pensar en un sistema de gobernanza global que prevenga las crisis y asegure un progreso sostenido a la humanidad. Un sistema en el que, como se decía, deberán participar también las empresas globales, además de los organismos públicos nacionales o multilaterales. Todos son conscientes de los retos, presionados por una opinión pública y una sociedad civil que piden cuentas tanto a los actores públicos como a los privados. Pero, y éste es, junto a la amenaza de un parón de la globalización, el segundo mayor obstáculo para un progreso real de la agenda global: apenas existe un diálogo internacional público-privado, y cada cual se dedica, hoy por hoy, a intentar resolver los nuevos retos desde su propia parcela de poder global.
Manuel Escudero es director de Proyectos Especiales de Global Compact de Naciones Unidas.
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