El procedimiento Sciascia
Leonardo Sciascia fue uno de esos escritores que todavía no consideraban la literatura como una sección secundaria de la industria del entretenimiento, sino como factor de poder. Las novelas debían participar en la conversación sobre cómo vivimos, no ser meras oportunidades de distracción o evasión. Y, aunque pensaba que los intelectuales jamás han ejercido la menor influencia, Sciascia adquirió sobre el mundo cierta forma de autoridad, desde Sicilia, su isla, nacido en Racalmuto, provincia de Agrigento, Rahal-maut, para los árabes, Aldea Muerta, 13.000 habitantes cuando en 1921 nació Sciascia, hijo de un oficinista de las minas de azufre. En Racalmuto había entonces azufre y algún muerto a tiros en la calle todos los días, país de mafias.
En 1946 Sciascia veía Racalmuto como "un pueblo indeciblemente triste al que estoy ligado por trabajo y también por afecto". En el escudo del municipio, con un hombre desnudo que hace el signo del silencio frente a una torre hermética, un lema en latín invitaba a callar: "En el silencio me fortifiqué". Sciascia, de no muchas palabras en voz alta, escribió mucho. Fue concejal en Palermo en 1975, independiente compañero de los comunistas, desengañado, dimisionario, y diputado por el Partido Radical en 1979. Tuvo alguna vocación de educador, y empezó de maestro en los años cuarenta, en una escuela que le parecía aborrecible, y donde los niños, famélicos y feroces, no vivían el estudio como dignificación, sino como un tiempo degradante por opresivo.
Se inventó una Sicilia univer
sal, real, con raíz en los árabes y en la España de la Inquisición. Adivinó, escribiendo, que Sicilia era una metáfora de Italia, y, más aún, de la Europa americanizada en los años de guerra fría. Sus novelas policiacas son relatos históricos, y al revés. Sus relatos históricos escogen momentos emblemáticos, de eterna crónica negra, porque los juegos de poder se repiten incesablemente, y el poder es, en última instancia, poder de matar. Vio el presente en el pasado. Y, puesto que creía que la literatura tiene peso moral sobre el curso de las cosas, llegó a temer que sus fábulas acabaran siempre realizándose. Ya la novela El día de la lechuza, publicada en 1961, "de ambiente siciliano, mafia y política", como Sciascia le escribía a Italo Calvino en 1957, se anticipó en dos años a las investigaciones parlamentarias sobre el posible matrimonio entre poder y crimen.
En A cada cual lo suyo, de 1966, un día de caza terminaba con un doble asesinato. Lo que podría tomarse por un sangriento asunto pasional y puramente privado, en manos de Sciascia se convirtió en la vieja trama de catolicismo, familia y patrimonio, que alguna vez exige mártires. El título de la novela traducía el lema del periódico del Vaticano. Todo modo, de 1974, dos palabras-consigna de San Ignacio de Loyola, hablaba de la alianza entre política y mafia o, como prefería Sciascia, mafias confederadas, en colusión, o en colisión permanente para imponerse absolutamente una sobre todas. Sciascia había contado en un artículo de periódico la experiencia personal que, como jurado del Premio Vitaliano Brancati, lo llevó un día al hotel-convento de Todo modo, donde políticos democristianos celebraban unos ejercicios espirituales. Supongamos que, mientras diputados y ministros rezan el rosario en el patio, uno de los honorables cae asesinado. Pasolini definió Todo modo como novela policiaca metafísica, "metáfora de los últimos treinta años de poder democristiano, fascista y mafioso, con un añadido final de cosmopolitismo tecnocrático".
Aunque siempre los imaginaba inútilmente afanosos e incautos, Sciascia se identificaba con sus investigadores, a quienes atribuía sus preferencias políticas, sus lecturas francesas, la pasión por la razón, el placer de las tardes con los amigos. Un investigador de asesinatos no difería mucho del Sciascia explorador de archivos. En febrero de 1979, hablando de novela negra con José Martí Gómez y Josep Ramoneda (la conversación, que desbordaba lo literario, se publicó en el suplemento semanal de EL PAÍS), Sciascia dijo rotundamente: "El investigador ilumina los hechos con la verdad". Se refería a los detectives novelescos, pero la frase podría aplicarse al Sciascia autor de relatos históricos, basados en episodios de archivo, cartas de otros siglos, diarios, atestados policiales y autos judiciales. "Me entrego a los hechos candorosamente, esperando que la gracia me ilumine, intentando construir la verdad", decía Sciascia a Ramoneda y Martí Gómez.
El poder se legitima por la historia. La historia se escribe, se inventa. "Es una impostura total, no existe", dijo Sciascia, que se dedicaba a reescribir la historia fabulosamente, a propósito de falsificaciones de documentos medievales para justificar propiedades del siglo XVIII, conjuras jacobinas en Palermo, la muerte de un inquisidor del siglo XVII, la muerte por barbitúricos de un oscuro escritor francés en un hotel palermitano, la desaparición entre Nápoles y Palermo en 1938 del físico nuclear Majorana, el apuñalamiento simultáneo de trece individuos en una noche de 1862, en Palermo. Se hacía la ilusión feliz de que había inventado un género, e inmediatamente admitía haber copiado al clásico Manzoni de Historia de la columna infame, a Borges. Partía de hechos insignificantes del pasado, de lo que los historiadores callan o desdeñan. El pasado no es nunca pasado, decía, frase que es eco de otra de Faulkner: "El pasado casi no es".
Citaba a uno de sus maes
tros, el siciliano Brancati, que, entre compatriotas olvidadizos, se dedicaba a recordar. La desmemoria es esencial para la eterna inmutabilidad del fascismo italiano, decía Sciascia. Los fanáticos, además de ser numerosos, "disfrutan de una excelente mala salud mental, que les permite pasar de un fanatismo a otro con absoluta coherencia". En El contexto, de 1971, divertimento o parodia policial, situó en un país imaginario un asesinato en serie de jueces. Como más tarde comprobó Sciascia espantado, estaba describiendo el inminente futuro, el asesinato de Aldo Moro, presidente de la Democracia Cristiana, la alianza de gobierno y oposición para eliminar toda posibilidad de transformación, la confabulación de todos los poderes del Estado para pervertirse unidos. Su último policía, en El caballero y la muerte, de 1988, seguía persiguiendo en vano a industriales y políticos con cierta tendencia a matar, infatigable y cada vez más cansado, fumador y enfermo, dolorido y confiado a la morfina, sin atender "los consuelos religiosos de la ciencia". La muerte parecía la curación definitiva.
Hubo un futuro que no vio Sciascia, muerto en 1989. Lo presintió a propósito de la vigilancia antimafia y antiterrorista: temía que el Estado se declarara en estado de guerra continua, lo que permitiría la abolición o rebaja de las garantías constitucionales. Y recordaba el fascismo, esa perpetua movilización guerrera.
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