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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Geografía de acosos contemporáneos

Jordi Gracia

Para despejar cuanto antes equivocidades, este país del miedo no es la cueva franquista ni trata de las grutas del posibilismo antifranquista como sucedió en El vano ayer. El hilo de coherencia entre El vano ayer y El país del miedo es el que delata la textura de un novelista sin oportunismos ni trampas: el miedo, la cobardía, la falta de entereza, el embuste autoprotector eran parte de las cuerdas que tensaba El vano ayer con un objetivo que era demasiadas veces pueril o simple, pero no gratuito ni caprichoso. Esa novela quiso fortalecer la conciencia de una izquierda en apariencia rendida al revisionismo histórico y la indulgencia general de quienes habitaron y soportaron el franquismo, y por tanto parte de su textura moral tenía que ver con el modo en el que cada cual negocia con su miedo frente al poder y el modo en el que pone límite a sus actos para que no le dañen. Una estructura de fondo parecida en ambas novelas refleja la maduración excelente de un novelista que sigue fiel al relato que se medita a sí mismo sin obstruir su progreso, sin perder verosimilitud ni ritmo. Y tanto en el control y el matiz en el estilo como en el modo de armar la doble dimensión narrativo-ensayística, Isaac Rosa ha crecido en esta novela por encima de donde dejó su obra El vano ayer, víctima y beneficiaria al mismo tiempo de una circunstancia histórica y literaria demasiado coyuntural.

El país del miedo

Isaac Rosa

Seix Barral. Barcelona, 2008

315 páginas. 19,50 euros

Más información
"Vivimos en una sociedad asustada"

Isaac Rosa se ha metido en cuevas y grutas interiores sin referencialidad histórica ni geográfica pero sí de clase y de educación para explorar el mapa de los miedos contemporáneos. El resultado es una anatomía a ratos angustiosa porque es nuestra, funciona como funciona nuestro mundo urbano occidental, con colegios y niños de familias dispares, con retadores y con víctimas, con recelos y con sobreprotecciones involuntarias y nefastas. Rosa rehúye las tesis simples y elude moraleja alguna, porque ha escrito un estudio novelesco que examina los mecanismos del miedo a partir de una trama de acoso: el que un niño en la primera adolescencia practica primero con un compañero de clase y después con su padre, como si el padre estuviese funcionando como la réplica del niño miedoso que fue en su propia infancia y hoy, ya adulto, no advirtiese que con su propia conducta, con sus medias verdades y su pusilanimidad, con su modo de eludir el pánico, está transmitiendo pautas de desvalimiento a su propio hijo.

Las grutas del miedo son secretas casi siempre porque la capacidad para racionalizarlas no las desactiva; las muestra y describe pero no las somete ni las anula, y ésa ha sido la operación central que ha cumplido Isaac Rosa al poner a un padre frente a sus propios miedos con el espejo de los miedos de su hijo. Un estallido o un accidente que pone a dar volteretas a los coches suscitan un miedo de etiología distinta del miedo sinuoso que llega a nuestras vidas con nada, con la nada de cada día, pequeños desperfectos o avisos, falsas pistas que fabrican en la conciencia el destilado que a veces se vuelve pesadilla. El miedo no verifica informaciones ni sabe eludir los modelos recibidos por vía literaria o cinematográfica, pero éste además es un miedo entre hombres, por decirlo así: no a fenómenos raros, o ruidos desasosegantes, sino el miedo a la cotidianidad, al niño que se insolenta y exhibe una navaja, al acosador que presiona con impunidad al más débil, niño o adulto.

La brillantez de la novela no está ahí, sin embargo: no se trata de recrear novelescamente lo que le sucede a un muchacho que es víctima del acoso escolar, o del chantaje violento y la amenaza suspendida. El eje está en el autoengaño como mecanismo del adulto intimidado por otros, y está también en la lenta vejación de la dignidad que el miedo induce sin anular la conciencia ni la lucidez de estar encadenando errores o cautelas insuficientemente fundadas. Un ámbito urbano común, un vario periférico pero burgués, sin rasgos singulares fuera de recibir alumnos de barrios ya demasiado periféricos, es el escenario para el despliegue reflexivo de las trampas en que incurre un adulto para justificar sus miedos, para huir de ellos, para desactivarlos sin resultado. El miedo va haciéndose animal depredador por urgencia protectora y autoprotectora, no tiene límite ni sensatez porque es un combustible inagotable: somete a la propia racionalidad y activa resortes repugnantes porque ni siquiera sabe qué combate o contra quién actúa. El miedo sólo se combate desde dentro pero solemos combatirlo fuera, como si de veras la desaparición del causante físico del miedo llegase a bastar para desactivarlo, cuando lo que hace es agazaparse a la espera del nuevo foco que arremoline las neuronas y el miedoso vuelva al infierno.

La novela narra y comenta en capítulos alternos, con algo de informe ilustrado sobre la patología del miedo, pero no pierde comba el lector mientras el padre urde mecanismos para proteger al niño mintiendo a la madre (que tiene menos miedo y está más segura de su confort social, de su clase, de su coche, de sí misma), o pacta con el hijo embustes menores pero crecientes (para hacerlo aún más desvalido y vulnerable sin darse cuenta), o cede al chantaje del acosador mucho más allá de lo sensato, o incluso conjetura algún modo de deshacerse de ese muchacho de arrabal que está amargándole la vida a él y a su hijo, sintiéndose ambos atrapados en una espiral que acaba haciéndole perder el miedo a lo único a lo que no debería habérselo perdido, su propia brutalización.

No trata del franquismo pero sí trata esta novela de uno de los temas centrales de El vano ayer. En esa novela había una protesta aún inmadura pero a ratos brillante y se vivió como la alarma justificada de un joven contra la desfiguración de la historia bajo el franquismo a manos de la memoria indulgente o la historiografía abiertamente tramposa. Quiso ser una parodia con grumos sarcásticos contra los embustes de una resistencia reinventada desde el presente, contra los modos de contar el pasado, y acudía a dos estrategias centrales: la caricatura y el comentario. La elaboración estilística de entonces era más burda y hoy se ha refinado con recursos de amplificación y recursos de intensificación y precisión, pero no ha variado el modo de operar del novelista. El país del miedo contiene su propia meditación explícita sobre la novela ya no como artefacto sino como laboratorio moral y clínico, como ámbito de vida que quiere ser comprendido por la novela y por el novelista. Y lo ha hecho mejor.

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Sobre la firma

Jordi Gracia
Es adjunto a la directora de EL PAÍS y codirector de 'TintaLibre'. Antes fue subdirector de Opinión. Llegó a la Redacción desde la vida apacible de la universidad, donde es catedrático de literatura. Pese a haber escrito sobre Javier Pradera, nada podía hacerle imaginar que la realidad real era así: ingobernable y adictiva.

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