La vida en un soplo
A medida que pasa la vida el tiempo se encoge, porque lo medimos en función del que nos queda por delante. Veinte años no es nada, cantaban Le Pera y Gardel, y 20 lustros tampoco, vistos con la perspectiva con que Thornton Wilder escribió esta restallante comedia dramática en un acto, dirigida por Juan Pastor. La larga cena de Navidad (1931) condensa la vida de tres generaciones a través de 90 nochebuenas que transcurren como una sola en torno a la mesa de la, en el minuto uno de la obra, recién inaugurada casa familiar.
Mientras trinchan un pavo invisible y escancian botellas inexistentes colocadas sobre un inmenso mantel albo, los Boyardo, vestidos en blanco y negro con fantasmagóricos ropajes de época pero extrañamente descalzos, rememoran acontecimientos familiares, repiten viejos chascarrillos y brindan por un futuro incierto. Los jóvenes se quejan de lo despacio que pasa el tiempo para, instantes después, tener que apoyarse, repentinamente curvados, sobre un bastón aparecido como por ensalmo. "Viviré hasta los 90", dice el patriarca Roberto Boyardo un minuto antes de que la parca lo arrastre consigo.
LA LARGA CENA DE NAVIDAD
Autor: Thornton Wilder. Intérpretes: Ana Miranda, Álex Tormo, Raúl Fernández, María Pastor, Cristina Palomo, Carmen Gutiérrez, Iria Márquez, Antonio Velasco, Andrés Rus... Dirección: Juan Pastor. Teatro de la Guindalera. Hasta el 9 de enero.
Los personajes crecen en un instante y envejecen en un solo gesto
En esta función no hay tiempo para nada. Agustín, hijo de Roberto, planea una reforma de la casa que jamás acometerá. Su primogénito apenas ha acabado de nacer, cuando ya es llamado a filas ante el estallido de la I Guerra Mundial: por la forma en que sus mayores le miran al partir, adivinamos que no volverá. Los personajes nacen, crecen en un instante, envejecen con un solo gesto bien definido (empujando sus gafas hasta la punta de la nariz, acomodándose el pelo de la sien, que aparece teñido de blanco al retirar la mano) y mueren en cuanto simpatizamos con ellos.
Como La herida del tiempo (1937), de Priestley, y probablemente Vida del hombre (1908), de Andreev, La larga cena de Navidad está inspirada en La cuarta dimensión (1908), ensayo donde Piotr Demianovich Ouspensky sugiere que el cuerpo cuatridimensional vendría a ser la repetición infinita del cuerpo en el espacio. Según sus teorías, que hicieron época, nada nace y muere: las cosas se nos representan finitas porque, debido a nuestras limitaciones perceptivas, no vemos sino sus secciones, pero todo preexiste y sigue existiendo. La muerte es para Ouspensky mera salida del campo visual.
Juan Pastor sirve la obra en una puesta en escena teñida de humor y de mágica melancolía. Sus espectrales protagonistas, transmisores de gestos, frases y ritos heredados, se mueven como en las pantomimas de antaño, con la expresividad exagerada de los actores de burlesque. En la interpretación coral, cada uno de los 12 actores tiene su luz: sería injusto destacar a alguno sobre los demás, aunque ver al propio Pastor ejerciendo su magisterio en un papel de reparto tiene un significado especial. Estupendos, la iluminación irreal de Pablo Jaenicke y el vestuario de época auténtico, extraído por Teresa Valentín-Gamazo del fondo de armario familiar. A la versión castellana de este espectáculo con encanto, tan elaborado en lo escénico, le vendría bien una revisión de tiempos verbales y de alguna expresión aislada que suena a inglés traducido. Divertida y oportuna, la coda musical, dirigida por Noemí Irisarri.
William Layton, maestro de varias generaciones de actores y directores, encomendó a Pastor que montara esta obra poco antes de morir: su repetición (esta es su cuarta temporada) cierra un círculo simbólico.
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