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Crítica:TEATRO | LOS DÍAS FELICES
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

La suerte de Winnie y Willie

Javier Vallejo

Año nuevo, achaques nuevos. Poco importan: Winnie, la humanidad optimista, se acostumbra pronto a ir perdiendo facultades y sigue adelante como si tal cosa. Todo la anima y la distrae. Willie, su hombre, está más estropeado. Suele ocurrir. Samuel Beckett pone a la mujer en primer plano y arriba, semienterrada en un soleado montón de arena (en este montaje, en un bloque de hormigón inclinado hacia el público), con Willie detrás, abajo, sombra de su sombra. Mientras comprueba en el espejo de mano que no está más fea que ayer, él dormita o lee el periódico. Pasa el tiempo y nada pasa: pasa la vida.

"Los días felices es un símbolo", dice Peter Brook, sin explicar de qué: de la fuerza del instinto de supervivencia, del avance imperceptible del deterioro físico, de la fe en la benignidad de un futuro incierto... En el segundo acto, Winnie, con la arena (o el hormigón) al cuello, rebosa un optimismo más injustificado aún. Ya no le pega de plano ese hiriente sol rojo de antes, sino una luz mórbida violeta.

El estupendo trabajo gestual de Ordaz no sostiene un texto tan difícil

Interpretada por Isabel Ordaz, Winnie, último animal en la tierra, se mueve sincopada y retráctil como caracol en su concha de hormigón desmesurada. Salva Bolta, el director, le ha marcado que pliegue sus manos, las apoye en los nudillos sobre la losa y las mueva a izquierda y derecha de manera que parezcan garras de ave indefensa y ella misma una cacatúa en trance de deslizarse sobre el palo de su jaula: "¡Si pudiera seguir cotorreando!", le dice Winnie a su esposo (Julio Vélez).

El escenógrafo Ricardo Sánchez Cuerda y Felipe Ramos, iluminador, crean una potente imagen inicial, diversificada luego en variaciones cromáticas, para que el espectáculo entre por los ojos: sobre la enorme losa roja, contra un fondo áureo, el sombrero violeta de Winnie, su vestido palabra de honor gris o verde pistacho y el bolso granate, cambiantes según la luz, evocan vagamente la paleta de colores de Robert Wilson.

Ordaz, gran actriz, hace un alarde de mímesis: su estupendo trabajo gestual, tan minucioso como la extensa partitura de didascalias que Beckett intercala en su monólogo infatigable, cautiva de entrada, envuelto en el inmenso papel de regalo de la puesta en escena de Salva Bolta y colaboradores. Toda esa pirotecnia expresiva no basta para sostener hasta el final un texto tan difícil. La suerte de esta Winnie deshumanizada, que habla con voz aguda impostada, estirando las vocales artificialmente, nos resulta un tanto ajena. Nos divierte por un rato cuando debiera conmovernos, despierta nuestra curiosidad cuando debiera de sernos aterradoramente familiar. El director ha orquestado un trabajo interpretativo impecable formalmente, desprovisto de hondura: ganaría de estar la actriz más cerca del público, como en el fascinante montaje de Giorgio Strehler. Cuando las puestas en escena de un título se multiplican, las comparaciones son inevitables. Con las obras inéditas, en cambio, siempre nos queda el placer del descubrimiento.

Una<b> escena de </b><i>Los días felices,</i> de Samuel Beckett, que se representa en los Teatros del Canal.
Una escena de Los días felices, de Samuel Beckett, que se representa en los Teatros del Canal.

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Sobre la firma

Javier Vallejo
Crítico teatral de EL PAÍS. Escribió sobre artes escénicas en Tentaciones y EP3. Antes fue redactor de 'El Independiente' y 'El Público', donde ejerció la crítica teatral. Es licenciado en Psicología, en Interpretación por la RESAD y premio Paco Rabal de Periodismo Cultural. Ha comisariado para La Casa Encendida el ciclo ‘Mujeres a Pie de Guerra’.

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