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Columna
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'Simpas', 'guardacopas' y 'lateros'

Solo éramos cinco en el salón del restaurante donde proyectaban el derbi de Copa entre el Real Madrid y el Atlético. El camarero se me acercó con mirada cómplice cuando acababa de marcar Forlán para preguntarme en voz baja si daba permiso para que los tres tipos de la mesa de al lado se encendiesen un cigarrillo. Dije tajantemente que no.

Me sentí orgulloso de ejercer mi derecho a respirar aire sin componentes cancerígenos, a cenar sin inhalar un humo pestilente que me perseguiría impregnado en la ropa y el pelo hasta casa. Por fin ha llegado una ley antitabaco que, una vez en vigor, nos hace reflexionar sobre cómo hemos tardado tanto en disfrutar de un café o una comida sin aderezarla del alquitrán en combustión del comensal aledaño.

Los hosteleros no están sufriendo la deserción masiva de clientes que vaticinaban

Sin embargo, a los pocos minutos (nada más empatar Sergio Ramos) me empecé a sentir mal. Me vi desde fuera como un radical antitabaco, un talibán del Marlboro que le estaba amargando la noche a otros madridistas que solo ansiaban pasar a semifinales echándose tranquilamente un piti. Aun así me mantuve firme en mi opción, por fin legalmente respaldada, de no tragarme el veneno maloliente de nadie, pero no paré de reconocerme algo insolidario hasta que me marché en el descanso y les dejé disfrutar de una victoria blanca envueltos en una nube del mismo color.

Lo ideal sería que los fumadores, aparte de respetar la nueva ley, la entendiesen como un necesario y justo pacto de convivencia con quienes aborrecemos los cigarrillos. Y aunque parezca mentira, los que jamás hemos adoptado el vicio también tenemos por delante un ejercicio mental consistente de despojarnos de cualquier sentimiento de culpa cuando impedimos que alguien fume o incluso cuando denunciamos a quien lo hace ilegalmente.

Esta reciente legislación no solo transforma las mentalidades, sino también va a trastocar la fisonomía de Madrid. Gallardón ve "con buenos ojos" que las discotecas y los locales de copas puedan extender terrazas, como los bares. En un principio al alcalde le gusta que nuestra ciudad se parezca a París, salpicada de bonitos veladores con estufas y toldos y, sobre todo, le seducen los 5.000 euros que cada bar del centro ha de pagar al año por una docena de mesas de exterior. Sin embargo, el humo en las terrazas es tremendamente molesto para quienes no encuentran gratificante fumarse a pachas el cigarrillo ajeno. En Nueva York solo se pueden dar caladas en la fila de mesas más alejada del local. Aquí todavía queda guerra antitabaco por librar.

Los hosteleros no están sufriendo la deserción masiva de clientes que vaticinaban. Lo que sí están padeciendo es el doble de simpas. Con la nueva excusa de salir a fumar, mucha gente se larga de los restaurantes o los garitos sin pagar. En España tenemos la campechana costumbre de abonar las consumiciones antes de marcharnos del local, pero ahora los establecimientos están empezando a exigir el cobro en cuanto son servidas.

Hay que vigilar a los clientes pero... ¿quién vigila su copa cuando salen a fumar? Los quejosos hosteleros ahora protestan porque han de financiar a una nueva figura en los bares: el guardacopas. Se trata de un tipo que custodia el cubata mientras su dueño se ausenta del establecimiento para echarse unas caladas. El guardacopas no solo impide que un desconocido se beba el peloti del fumador, sino que, si de verdad ejerce su labor con dedicación y esmero, también evita que se agüe el combinado relevando los hielos.

Está claro que la noche madrileña, sin humo, está cambiando. Proliferan los simpas, nacen los guardacopas y se pueblan las puertas de los bares de lateros, chicos y chicas que aprovechan las aglomeraciones tanto de salida como de entrada a los garitos para vender latas de cerveza o refrescos a un euro. Entre los fumadores de acera y los personajes surgidos a su alrededor, Madrid está ganando un considerable nivel de decibelios en las calles a altas horas. Ya han protestado los vecinos de Chueca, de la plaza del Dos de Mayo, de la de Santa Ana y los de La Latina.

Las ciudades precisan de un difícil equilibrio entre sus sentidos: el gusto, el olfato, el oído... Primar a uno de ellos a veces perjudica al otro. Es complicado satisfacer a todos los madrileños, siempre habrá quienes salgan ganando y quienes, irremediablemente, pierdan. Como en los derbis.

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