Salir en casa
Las casas de los treintañeros son un templo. Gran parte de los jóvenes recién independizados han convertido sus viviendas en lugares que no sólo albergan el descanso y el refugio, sino la diversión y el encuentro. La edad media de emancipación en España son los 34 años, una etapa en la que los jóvenes ya se han pasado del whisky al ron para preservar al estómago de estragantes resacas, en la que han dejado de identificarse con la música y los peinados de las discotecas. Mediados los 30, uno ya no encuentra su sitio en los garitos de Malasaña o Huertas, donde las dificultades para aparcar y los decibelios resultan intolerables. Y, precisamente en ese momento de abandono natural del hábitat nocturno, cuando las técnicas de ligue se nos han quedado obsoletas y los dealers nos tratan de usted, hemos conseguido nuestra primera casa.
Los nuevos hogares se han recibido con una enorme euforia. Nos han retirado de una noche a la que ya no pertenecíamos, de un espacio de desfogue que no nos quería y al que nosotros también habíamos dejado de adorar. La tardía salida de casa de nuestros padres nos había forzado a prolongar penosa y artificialmente el ritual de la "marcha". Hemos seguido bebiendo garrafón y escuchando música electrónica más allá de nuestra paciencia. Poco a poco, nuestros planes fueron reduciéndose a cines en versión original y cenas en restaurantes con mantel. Aunque es cierto que una parte de nosotros se resistía a envejecer, quizá nos resultaba demasiado traumático pasar a ser adultos sin habernos sentido plenamente jóvenes, jóvenes con independencia económica y vivienda propia con tarima flotante. Las casas han sido un salvavidas en la tempestad de Alonso Martínez, pero también han significado un premio. Hemos entrado en nuestros diminutos pisos de las afueras de Madrid con la sensación de tomar posesión de un trofeo, de un merecido galardón a una década de inestabilidad laboral, de trabajos basura y de riñas con los padres por el desorden de nuestros dormitorios.
Por todo esto, las casas de los tiernos treintañeros son un búnker de culminación y reafirmación personal. Y ya no queremos salir. Es insólito cómo gran parte de los recién emancipados (e incluso chavales que llevan ya algunos años viviendo por su cuenta) han convertido sus hogares en pequeños parques temáticos del entretenimiento privado y colectivo. El poco dinero de que se dispone tras el sablazo de la hipoteca se invierte en comodidades para la casa, el mejor lugar donde invertir también el tiempo. Los planes de cine se han sustituido por sesiones privadas en los proyectores del salón o en las pantallas planas con home cinema. Las salidas a conciertos también se reemplazan por DVD de actuaciones en directo y las cenas en restaurantes se reproducen abaratando costes y aumentando la diversión en las mesas de IKEA del salón.
No es sólo una cuestión de ahorrar dinero, sino de sentirse realizado. Los chicos y las chicas de 30 años podrían seguir saliendo en plan "tranqui" o acudir a garitos para gente de su edad. Pero casi nadie quiere repetir las actividades desgastadas de un tiempo sin hogar ni tampoco es fácil sentirse cómodo en los garitos para treintañeros que representan una versión caducada y decadente de la marcha juvenil. Es difícil identificarse con los alopécicos jefes de ventas que bailan espasmódicamente al son de Tears for fears. Las reuniones en las casas se han reinventado. No se parecen en nada a las cenas de matrimonios de nuestros padres, con vino blanco y mus, sino que siguen siendo "jóvenes". Grupos de seis o siete personas, parejas y solteros, se congregan en un piso para jugar a la Wii, para beber o simplemente para charlar delante de una telepizza. Lo bueno de esta nueva forma de ocio es que la llegada de los hijos no ha destartalado el plan del fin de semana. Los nacimientos en el grupo no alteran las ceremonias hogareñas, no desbaratan unos planes que seguimos sintiendo jóvenes. En definitiva, no nos envejecen. Las viviendas propias nos han ingresado en una etapa adulta, pero dentro de ellas nos seguimos comportando puerilmente. Sólo en casa tenemos nuestra verdadera edad.
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