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Cada vez más árabe

Séptima entrega del diario de la enviada especial de EL PAÍS con sus impresiones sobre la vida en Bagdad

Cuanto más miro a mi alrededor, más tengo la impresión de que, contra todo pronóstico, la ocupación estadounidense ha arabizado esta ciudad. Da igual que me fije en la degradada avenida Mansur, en las callejuelas perpendiculares a la calle Haifa o en cualquier esquina de Karrada. Los puestos de bocadillos, los carritos de venta ambulante, la ropa tendida en los balcones y la capa de polvo que lo recubre todo, me recuerdan estampas que he visto antes en El Cairo, Damasco o Ramala.

En contraste con aquel Bagdad ordenado y un tanto aséptico que conocí en 1985, el barullo parece haberse adueñado de las calles. No es sólo el tráfico caótico que provocan los 280 controles que salpican la ciudad o los enormes bloques de hormigón que rodean la mitad de los edificios. Ni siquiera los tendidos eléctricos paralelos que salen desde los generadores con los que algunos vecindarios solucionan la falta de abastecimiento. Es algo más humano.

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En la medida en que la seguridad les ha dado confianza, los habitantes de la capital se han echado a la calle como si quisieran recuperar el tiempo que estuvieron encerrados en sus casas por miedo a los bombardeos, a los secuestros, a los atentados, a los escuadrones de la muerte... Ha habido tantos demonios sueltos. Aún quedan algunos.

Prueba de ello es que apenas hay niñas y chicas por las calles. El regreso de las mujeres a la vida pública suele ser signo de normalización. Y en Bagdad se ven matronas que acuden al mercado, e incluso funcionarias que van o vuelven de sus oficinas. Pero así como a los muchachos adolescentes se les localiza enseguida dando patadas a un balón, sus hermanas no están a la vista. En eso también, la ciudad se ha vuelto muy árabe. El patriarcalismo ha salido a la superficie y cargado sobre las hijas el peso del honor familiar. Por eso es mejor que no salgan de casa.

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