El tapado maquiavélico
Lleva menos de un año al frente del Gobierno belga y hubo que movilizar todos los recursos en el país, incluida la decisiva mano regia, para hacerle llegar a la cúspide gubernamental. "Yo no quiero ser primer ministro", dicen que decía entonces Herman van Rompuy, a la sazón presidente de la Cámara de Representantes belga.
En estos 11 meses se ha mostrado como un hombre discreto, sutil y eficaz, capaz de ir resolviendo los problemas uno a uno y, más difícil todavía, de amansar a las fieras que azuzan sin descanso tensiones nacionalistas y enfrentamientos entre flamencos y valones. Capacidad hercúlea de cuadrar el círculo de intereses contrapuestos, que será una de sus principales tareas como presidente permanente del Consejo Europeo, la heterogénea asamblea de líderes de los Veintisiete.
Pero no se llega a donde él ha llegado, de grado o por fuerza, sin un punto de maquiavelismo, y él lo tiene. Contribuyó a que se despeñara políticamente el anterior primer ministro —el siempre abrasivo Yves Leterme, hoy de vuelta al Gobierno como ministro de Exteriores— y, como ha recordado estos días un antiguo responsable de su partido, el de los conservadores flamencos, "aquello fue Van Rompuy en estado puro. Su aparente modestia y buen humor esconden un profundo cinismo. Puede matar a sus rivales sin dejar rastro".
Nacido hace 62 años, padre de cuatro hijos y una vez abuelo, Van Rompuy estudió con los jesuitas y Economía y Filosofía en la Universidad de Lovaina, la universidad por antonomasia en Bélgica. Amante de los placeres sencillos (el fútbol, a poder ser del Anderlecht; la cerveza, el ciclismo, el cámping) y de los ejercicios intelectuales, el presidente electo del Consejo tiene una obra publicada —El cristianismo, un pensamiento moderno— y una pasión confesa por los haiku, los delicados micropoemas japoneses. Un reflejo de una personalidad sutil, dispuesta al matiz y a la contemplación antes de pasar a la acción.
Quienes le conocen mantienen que Van Rompuy dice casi sin hablar y que, pese a ello, se le entiende a la primera, que de él emana una autoritas natural. Y en todo caso, que gusta de escuchar, conocer dónde y por qué está cada cual, valorar con mesura y decidir algo que satisfaga a todos. Perfecto para el famoso "método comunitario", que sin tanta ampulosidad puede llamarse el del "mínimo común denominador".
El nuevo presidente es justamente desconocido en Europa —su nombre se pronuncia "Fan Rompoy"— y ha habido que remontarse a 2004 para encontrarle un pronunciamiento lapidario sobre una cuestión candente en la UE: "Turquía no es parte de Europa y nunca lo será". Es la idea que defienden también sus principales padrinos, Angela Merkel y Nicolas Sarkozy, y que han aireado en las vísperas de la elección los británicos, que mantienen la tesis contraria y quieren a Turquía dentro. Un aparente intento de hacer descarrilar su candidatura del que el maquiavélico presidente electo habrá extraído una lección: en los pasillos de la Unión más vale tener las espaldas blindadas.
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