Un régimen que vomita emigrantes
Miles de personas huyen de la explotación laboral, el narcotráfico, la insurgencia y el sida
Jin es birmana, pertenece a la minoría étnica wa y tiene 14 años. Hace unos meses fue rescatada de un burdel de la turística localidad tailandesa de Pattaya, en una de las muchas redadas que la policía lleva a cabo en busca de víctimas del tráfico de personas para la prostitución. Ella llegó procedente de Shan, al este de Myanmar, convencida de que trabajaría como empleada del hogar. Las autoridades tailandesas trataron de repatriarla, pero Myanmar no la aceptó. Sin papeles, no hay forma de probar su origen. No lo lamenta. Después de haber sido vendida, violada y forzada a vivir del sexo, su retorno al seno familiar no habría sido precisamente feliz.
Tampoco echa de menos el clima de violencia que rige su provincia, un territorio disputado por varios grupos armados que luchan contra la dictadura, pero que no le hacen ascos al tráfico de drogas y de personas.
Su historia es como muchas otras. Myanmar se ha convertido en uno de los principales emisores de niñas para el negocio de la prostitución en el sureste asiático. Diferentes fuentes cifran el número de víctimas entre 15.000 y 50.000 al año.
Ahora, Jin ha encontrado algo parecido a un hogar en uno de los campos de refugiados que salpican la frontera de Tailandia con Myanmar. Por primera vez en su vida, acude todos los días a clase. La escuela de Banlan es peculiar. Está construida a ocho kilómetros de la frontera norte y, a pesar de contar sólo con 200 plazas, allí estudian 611 alumnos que cuentan con el respaldo de Unicef. De ellos, sólo 16 son tailandeses. El resto procede de Myanmar, y son un fiel reflejo del complejo mosaico étnico del país y de los problemas que lo agitan, base del descontento que ha provocado el estallido de la revolución azafrán. La vida de muchos estudiantes lo acredita.
S. M. es una niña de sólo nueve años y ya sufre los efectos del sida. Llegó a la provincia de Chiang Rai hace tres años con su madre y su abuela, amenazadas de muerte por los guerrilleros, cuando el Ejército Karen de Liberación Nacional (EKLN) asesinó a su padre, funcionario de Payathonzu, un pueblo muy cercano al paso de las Tres Pagodas, el más conflictivo del país. Su progenitora estuvo trabajando en fábricas de la zona, como muchas otras inmigrantes ilegales birmanas que son utilizadas como mano de obra barata. Hasta que murió de sida. Ahora, su abuela, de 83 años, tiene dificultades para sacar adelante a S. M. No recibe ningún tipo de ayuda médica puesto que no cuenta con la condición de refugiado. Los inmigrantes ilegales no tienen derechos. A pesar de que la enfermedad se aprecia en brazos y piernas, la niña es una más en la escuela de Banlan, donde muchos de los alumnos son huérfanos y otros muchos seropositivos. "Son las huellas de cuatro décadas de lucha fratricida y de la esclavitud sexual a la que han sido sometidas muchas mujeres", cuenta el director del centro.
Posiblemente, el padre de Krit conociera al de S. M. Su trabajo consistía en transportar el opio producido en el Estado de Kachin, al noreste de Myanmar, hasta Tailandia. Cruzando por el paso de las Tres Pagodas, la puerta del Triángulo del Oro. La confluencia con Laos de los dos países en los que traficaba el padre de Krit es la zona por la que pasa el grueso de la droga que se mueve en el sureste asiático. Y también el punto de referencia para la trata de blancas. Funcionarios corruptos de ambos países mantienen la maquinaria engrasada.
En 2005, Krit, que ahora tiene 13 años, cruzó ilegalmente la frontera junto a sus padres. Fue el año en el que la producción de opio en Myanmar, la mayor de la región, llegó a su punto cumbre. Y también el momento en el que las autoridades tailandesas decidieron acabar con la corrupción de sus funcionarios en la zona, una operación que dio sus frutos. El padre de Krit cumple ahora cadena perpetua, y su familia malvive en una chabola infrahumana cerca del pueblo de Banlan. La madre trabaja de forma intermitente, pero asegura que prefiere eso que volver a su país. "Mi marido debe mucho dinero a los soldados birmanos que custodian la frontera y que se lucran con el negocio de la droga". La imposibilidad de saldar esas deudas pone en peligro la vida de sus dos hijos. "En Myanmar todo es posible si hay dinero. Todos tienen un precio, el Gobierno y también la guerrilla. Pero sin dinero no hay esperanza".
Transparencia Internacional califica a la antigua Birmania como el país más corrupto del mundo. Puede que, ahora, la revolución azafrán tenga en sus manos la posibilidad de que la situación cambie, y de que las historias que confluyen en la escuela de Banlan sean sólo malos recuerdos.
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