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Columna
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El peso de la palabra

Lluís Bassets

Ante la dificultad, la palabra, el arma política por excelencia de la democracia. La palabra puede servir para enmascarar, entretener o mentir. Sobre todo cuando surge verticalmente de una voz única que no admite respuesta. Pero también puede servir para otras tareas como explicar, argumentar y convencer, que sólo se dan cuando se hallan sometidas al libre escrutinio y control de los ciudadanos en una democracia parlamentaria o, como se quiere ahora, deliberativa. Es la palabra como diálogo y conversación democrática, complemento del sufragio, en la que los dirigentes tienen una responsabilidad especial, proporcional al alcance y potencia de su voz.

Cada vez que Barack Obama se ha encontrado en una circunstancia comprometida ha recurrido a la palabra. Ya sucedió durante su campaña electoral y eso ha hecho esta pasada madrugada con su discurso dedicado a la reforma del sistema de salud, para el que ha elegido la fórmula solemne y singular de dirigirse a las dos cámaras, Congreso y Senado, en sesión especial, como sólo se hace obligatoriamente una vez al año en el Estado de la Unión.

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La ocasión lo merece: el envite es probablemente el de mayor peso específico de su programa electoral, como mínimo en política interior, y el que dejará más impronta en su presidencia. Los cien días de gracia están ya lejos, las encuestas registran una velocidad de caída en popularidad vertiginosa y, para postre, su proyecto de reforma se ha convertido en el banderín de enganche de la oposición republicana, escocida y desorientada desde su derrota en las urnas. La reforma enerva los reflejos más conservadores e individualistas de los norteamericanos de todo bordo, que desconfían por principio de la intervención del Gobierno y prefieren en principio apañárselas cada uno con sus asuntos de salud y dinero. Obama no quiere tan sólo conseguir la contorsión improbable de construir un sistema de salud que no deje a casi 50 millones de ciudadanos fuera de cobertura sino que quiere hacerlo reduciendo en el largo plazo su elevado coste. Esta dificultad en vez de suscitar apoyos contribuye a la desconfianza, al igual que la complejidad de las fórmulas contribuye a la incomprensión. Los instintos libertarios tan arraigados conducen a una conclusión quietista: mejor nos quedamos como estamos.

Obama ha cometido fallos evidentes en la presentación de su reforma. Ha dejado demasiado margen al Congreso y ha querido que fuera por consenso bipartidista. Su falta de decisión y definición ha sido aprovechada por la extrema derecha, que ha encontrado el campo abierto para relanzar a sus agitadores a la movilización, recurriendo a la falsificación y a la mentira con increíble soltura. Los medios, sobre todo los ultraconservadores, se han llenado de bulos como que la reforma promueve el aborto, la eutanasia y unos paneles de la muerte donde se decidirá si ancianos y discapacitados tienen derecho a seguir viviendo. El aperitivo al discurso de esta madrugada ha sido la campaña en la que los conservadores han discutido el derecho del presidente de los Estados Unidos a dirigirse a los escolares de su país para estimularles en la aplicación y el estudio.

La llegada de Obama a la Casa Blanca significa un momento excepcional en la reciente historia de EE UU. También lo ha sido su instalación presidencial y sus primeros meses hasta llegar a la encrucijada de ahora. Pero no bastan una campaña electoral y un presidente excepcionales para hacer una presidencia excepcional, que exige también resultados excepcionales. En muchos casos, lo único que se puede conseguir es una mera gestión razonable de los problemas más que su resolución milagrosa. Los problemas no desaparecen sino que se transforman, y lo que debe hacer un gobernante es mantenerlos bajo control y poner en marcha estrategias para su disolución. Parte de estas estrategias tienen que ver con su capacidad de persuasión e incluso encantamiento para mantener viva la atención de los ciudadanos y su adhesión al esfuerzo de cambio. Pero hay otra, sin duda, que exige resultados tangibles, aunque sean moderados.

"Mi problema", le dijo Obama a Ted Kennedy antes de entrar en campaña, "es la falta de gravitas". La gravitas es una virtud latina que tiene que ver con el sentido del deber y de la dignidad, y que está emparentada con la credibilidad. Las palabras de quien goza tal virtud tienen peso, comprometen, producen resultados. Obama los ha obtenido ya, a espuertas, empezando por la modelación de la opinión pública en la campaña y terminando por sus giros en política internacional o en derechos humanos. Pero ahora debe concretar mucho más con la reforma del sistema de salud, que constituirá la prueba definitiva de los efectos de sus discursos, es decir, del peso de su palabra.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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