¿Qué le pasa al Gobierno de Dilma?
También en Brasil los índices positivos en la economía han sido hasta ahora lo que ha dado a los gobernantes el consenso para gobernar, aunque fuera cerrando los ojos a una cultura de la corrupción que se había hecho crónica a todos los niveles institucionales bajo el eslogan popular de "roban, pero hacen".
Eso, hasta ayer. Hoy, en la opinión pública está creciendo el consenso en torno al lema del movimiento de los indignados: "Un país rico es un país sin corrupción". Y la paradoja es que la primera chispa la ha alimentado la presidenta Dilma Rousseff, sucesora del popular Lula da Silva, a quien se le perdonaron todos los escándalos de corrupción a cambio de haber llevado a la clase media a 30 millones de pobres y de haber colocado a Brasil en el candelero del mundo.
Dilma, en ocho meses de Gobierno, ha retirado de su Gabinete a cinco ministros, cuatro de ellos por corrupción.
La presidenta exguerrillera -aunque insiste en que continúa las huellas de su antecesor y tutor- se ha dado cuenta de que la clase media y la nueva clase media baja que Lula construyó, empiezan a ser tan sensibles o más a los escándalos de corrupción como a la misma economía, cuya estabilidad da ya por conquistada.
Dilma, que es economista y "no se siente a gusto" con la propagación de la corrupción, como dijo a este diario el expresidente de la República y jefe de la oposición, Fernando Henrique Cardoso, ha entendido además que para construir un Brasil no solo rico sino también moderno, es necesario un nuevo paradigma político, un cambio de criterio para gobernar, para poder modernizar las estructuras arcaicas de la política.
Acaso no lleva años arrinconada la reforma política, con decenas aún de partidos que, sin ideología, se alquilan a los Gobiernos de turno para asegurar la gobernabilidad a cambio de cargos y privilegios, entre ellos, el de elegir a los ministros las más de las veces con criterios no de competencia profesional, sino de influencia dentro del partido.
Es un hecho inédito en Brasil que un presidente de la República tenga que echar en menos de ocho meses de Gobierno a cuatro ministros por corrupción, un número mayor que la suma de los alejados por los expresidentes Cardoso y Lula en sus respectivos primeros años de Gobierno.
El analista político Merval Pereira, miembro de la Academia de la Lengua, destaca la diferencia entre Lula y Dilma. Mientras él protegía a sus ministros y asesores acusados de corrupción achacando los escándalos a la oposición o a la prensa, Dilma está demostrando ser mucho más sensible a esta problemática y a pesar de que ni su formación, el Partido de los Trabajadores, ni menos aún los partidos aliados, se sienten a gusto con ella en su cruzada, ha acabado despojándose de cinco ministros, lanzando así una advertencia seria y pública.
Según los expertos en política, su estrategia puede ser un arma de doble filo frente a la opinión pública, ya que podría significar que "algo no funciona" en el Gobierno que Dilma heredó de Lula, o bien puede ser un mensaje lanzado a la clase media -incluso la que no la votó por ella-, que empieza a ver con buenos ojos ese "no sentirse a gusto" con la corrupción.
Rousseff se halla sin embargo entre la espada y la pared. Entre lo que a ella le gustaría y las amenazas de que si continúa así, le será imposible gobernar ante el boicot de los partidos que la apoyan y que no quieren perder sus privilegios de antaño, entre ellos la política de permisividad en el uso y abuso del dinero público y la total impunidad de los corruptos.
El último ejemplo es que el Partido del Movimiento Democrático Brasileño (PMDB), al que pertenece el exministro de Turismo Pedro Novais, despedido por corrupción, le prepara en el Parlamento una fiesta de bienvenida ahora que vuelve al escaño que ocupaba desde hace 32 años. Vuelve expulsado y aplaudido al mismo tiempo. Esa es la paradoja.
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