El golpista sin carisma
Al Bashir gobierna con puño de hierro desde hace 20 años
El general Omar al Bashir, nacido en 1944 en una familia de ganaderos, es el hombre de las tres caras. Ha sabido jugar la baza militar, la islamista y la de una cierta apertura al exterior cuando le ha convenido. La decisión del tribunal le llega cuando interpretaba con relativo éxito el último de estos papeles tras permitir a regañadientes el despliegue, muy condicionado, de una fuerza africana de paz -sólo 9.000 de los 26.000 previstos- y el establecimiento de decenas de ONG que han convertido Darfur en la mayor operación humanitaria en marcha.
La orden de arresto del presidente de Sudán puede ser la prueba de que la justicia internacional se abre paso, aunque con dificultades. Desde ayer, un jefe de Estado (al menos africano) puede ser procesado cuando los delitos de los que se le acusa son de la gravedad de los cometidos en Darfur desde 2003: más de 300.000 muertos, otros tantos refugiados en Chad y República Centroafricana y cerca de tres millones de desplazados. La mayoría de los crímenes fueron cometidos por los janjaweed, unas milicias que ya no esconden su coordinación con el Ejército sudanés.
Sirvió en las filas del Ejército egipcio en la guerra contra Israel de 1973
Pero además de un éxito jurídico, cuyo resultado, está por ver, la decisión de la Corte Penal Internacional (CPI) supone un serio quebradero de cabeza para EE UU y China, el gran inversor. Debajo de los derechos humanos en Sudán, el país más grande de África, se esconden enormes cantidades de petróleo. En este caso no existe la unanimidad política que concitó el serbio Slobodan Milosevic.
Omar al Bashir se hizo con el poder en 1989 mediante un golpe militar que provocó el estallido de la guerra civil entre el norte musulmán y el sur cristiano y animista, que pronto se transformó en un tablero de juego internacional. Washington ayudó al sur a través de Uganda y convirtió después Darfur en un símbolo, emparentándolo con Ruanda y Camboya. El Congreso de Estados Unidos fue el primero en hablar de genocidio.
A Omar al Bashir le gusta vestir el uniforme, sobre todo en los mítines, en las sesiones fotográficas y en los momentos de dificultad, como el actual. Es como si detrás de esas medallas, algunas ganadas en las filas del Ejército egipcio con el que luchó contra Israel en 1973, se sintiera seguro. Los que le conocen sostienen que es un hombre más agradable de lo que aparenta, aunque huidizo, sin carisma, sin demasiada educación, y que siempre ha envidiado la inteligencia y capacidad del intelectual islamista Hasan al Turabi, con quien mantiene una relación compleja (admiración mezclada con órdenes de arresto domiciliario). Tampoco se llevó bien con el líder de la guerrilla del sur, John Garang, que también le superaba en brillantez, y a quien convirtió en su vicepresidente forzado por los acuerdos de paz de 2005 y que semanas después pasó a mejor vida en un extraño accidente de aviación.
La orden de arresto crea ahora un escenario peligroso en Sudán, en el que los primeros sacrificados han sido las ONG y a través de ellas decenas de miles de civiles. Será interesante comprobar el papel de liderazgo de EE UU, uno de los países opuestos a la CPI, junto a China, Israel y Rusia.
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