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Reportaje:Ola de cambio en el mundo árabe | Revolución democrática en Egipto

Una fiesta por la libertad

Los egipcios celebran sin miedo "la cercana" caída del 'faraón'

No hay nada peor para un árabe que le tiren un zapato. Es un signo de repudio, de rechazo y de ignominia para el que lo recibe y la mayor demostración de repulsa e indignación para el que lo lanza. Mahmud tiene el suyo en la mano derecha y lo blande de cuando en cuando desde su atalaya de la plaza de la Liberación, pero nadie parece ofenderse a su alrededor. Ríen y le jalean. En la suela se puede leer: Mubarak. Dice que es difícil que pueda estampárselo al octogenario líder en la cabeza, pero se muestra inclinado a hacerlo en el propio palacio presidencial si el viernes no ha abandonado el poder.

La historia de Mahmud es otra y es la misma que la de muchos de los que se congregaban ayer, por octavo día consecutivo, en el centro de la ciudad, para protestar contra el régimen de Hosni Mubarak. Historias. El oxígeno que alimenta estos días el corazón de El Cairo. Todos tienen una y ahora quieren contarla. El zapato de Mahmud, que perdió a su hija porque no pudo sufragar sus gastos médicos. El cartón de Abu Eissa, al que le robaron el pan, como el que ha pegado en mitad de la pancarta, al darle su puesto de trabajo al hijo de un miembro del gobernante Partido Nacional Democrático.

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Historias. Como la de Samy, al que le reventaron la cara a golpes el primer día de manifestaciones por hacer fotos en los ambulatorios improvisados en las mezquitas mientras se llenaban de heridos de bala o arrollados por los coches de la policía. O la de Ahmed, que hasta ayer no se atrevió a salir por miedo a que a su familia le ocurriera algo malo. Así se las gasta el régimen.

No había miedo ayer en la plaza de la Liberación, Tahrir en árabe, el foro que ha sido testigo de los mayores horrores y las mayores ilusiones del pueblo egipcio. Hubo un recuerdo para los muertos y los heridos, un grito común contra los que lo hicieron. Tahrir se llenó de vida y de voces. Más de un millón. Superó con creces las expectativas de sus convocantes. Desde todas las calles se vertieron ríos de manifestantes de todas las clases sociales. Los ricos pusieron dinero para alimentar a los pobres, éstos les dieron mantas raídas y entre todos limpiaron los restos.

La concentración se convirtió en una fiesta de familias y de jóvenes deseosos de libertad en un lugar de convivencia y de entendimiento. No importaron las dificultades en los accesos habilitados por los soldados que registraban e identificaban a cada ciudadano. Tampoco el calor o el toque de queda. Se comió y se bebió. Algunos rezaron. La mayoría, simplemente hablaron, rieron y gritaron consignas. Los egipcios han hecho de la plaza un hogar en el que caben todos y no piensan abandonarla hasta que hayan limpiado de sus rincones hasta al último sátrapa del régimen de Hosni Mubarak.

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