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Columna
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El fetiche transatlántico

La visita de Zapatero a Washington mañana martes para entrevistarse con Obama proporciona una excelente oportunidad para reflexionar sobre el fetichismo que domina nuestras relaciones con Estados Unidos. Aclaro fetiche: "Ídolo u objeto de culto al que se atribuyen poderes sobrenaturales, especialmente entre los pueblos primitivos". O en sentido más amplio: "Objeto al que se atribuyen cualidades que realmente no posee".

La inmensa concentración de poder político, económico y militar que descansa en las manos de los presidentes estadounidenses hace muy fácil que todo aquél que se aproxime a la Casa Blanca quede temporalmente aturdido. Si hasta los presidentes menos carismáticos como George W. Bush han conseguido encandilar a sus anfitriones, es fácil imaginar el efecto que provoca alguien como Obama, un presidente que está devorando la historia del siglo veintiuno (aunque también es probable que sea el siglo el que le acabe devorado a él).

Es muy fácil que todo aquel que se aproxime a la Casa Blanca quede temporalmente aturdido

Se dice que Medvédev y Putin andan a la gresca porque el primero ha caído hechizado por Obama y quiere reformar Rusia y hacer una política exterior menos beligerante. También el líder conservador británico, en otro ejemplo de fetichismo, busca desesperadamente una foto con Obama que le valide como futuro primer ministro. Hasta Angela Merkel, siempre extraordinariamente contenida, adopta un aire campechano cuando está cerca de Obama. Y de la excitación de Sarkozy, mejor no hablar. Viendo a los líderes mundiales comportarse como adolescentes ante una estrella de rock en las escaleras de la Casa Blanca o en las cumbres en las que participa Obama, cabe preguntarse: ¿es la Casa Blanca un inhibidor de nuestra racionalidad?

Para ser justos, por una vez, elites y opinión pública muestran idénticos comportamientos. Según la última gran encuesta sobre relaciones transatlánticas (Transatlantic Trends 2009), Obama ha logrado una explosión de popularidad sin precedentes: donde sólo el 17% de los europeos apoyaban la política exterior de Bush, ahora son el 77% los que secundan la política adoptada por Obama. Y en España, la tendencia es aún más acentuada, habiendo saltado los porcentajes de aprobación de 11 a 85, es decir, unos increíbles setenta y cuatro puntos de diferencia. Yes, Obama can.

Detrás de todas estas expectativas hay, sin embargo, una realidad muy evidente sobre la que Tim Garton Ash llamaba la atención el pasado sábado en este diario: ni el establishment estadounidense en general ni el presidente Obama en particular tienen, veinte años después de la caída del muro de Berlín y el final de la guerra fría, una especial consideración por Europa. Europa es un aliado, sí, pero su valor añadido y su atractivo cotiza a la baja frente a otros países y procesos.

Frente a lo que muchos europeos gustan creer, ni la relación transatlántica es la clave de bóveda del orden mundial, ni Europa tiene tanta capacidad como cree de influir en la política exterior estadounidense. Vistos desde Washington, los europeos dedicamos demasiado tiempo a decirles lo que tienen que hacer y demasiado poco a ponernos de acuerdo en lo que nosotros vamos a hacer. Y en un nivel más personal, nada les fastidia más que cuando los europeos nos recreamos intelectualmente asumiendo el papel de sabio griego que aconseja al (un poco bruto) emperador romano. "Si somos tan tontos", me llegó a decir un colega una vez, "¿cómo es posible que nosotros estemos arriba y vosotros abajo?".

Y aunque pueda herir el orgullo patrio en una fecha tan señalada como el 12 de octubre, resulta obligado decirlo: si Europa, vista desde Washington, cuenta poco, España es sólo una provincia de Europa.

Eso no quiere decir que nuestra diplomacia se tenga que resignar a adoptar un papel pasivo o secundario. Más bien al contrario, la falta de liderazgo europeo proporciona una inmejorable oportunidad para hacer una aportación sustantiva a las relaciones transatlánticas. Pero esa aportación no puede ser meramente bilateral, ni puede basarse sólo en el atractivo individual de España como país (por mucho que cuente con algunos activos importantes).

Aumentar en 200 los efectivos en Afganistán, traer dos o tres presos de Guantánamo, hacer el enésimo esfuerzo de paz en Oriente Medio o promover una intensificación de la relación transatlántica durante la próxima presidencia española de la UE representan, sin duda, contribuciones loables. Pero el verdadero trabajo, el que queda por hacer y que de verdad dará relieve en Washington, está más a este lado del Atlántico. Unir Europa, lograr que hable con una sola voz en los foros internacionales, que actúe coordinadamente y, sobre todo, que disponga los medios civiles y militares para hacerlo es lo que de verdad capturará la atención. Todo eso, claro está, ocurriría si la racionalidad rigiera la política. Pero la política sólo es ciencia para los politólogos; para los políticos es, en demasiadas ocasiones, magia e idolatría. jitorreblanca@ecfr.eu

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