La crisis y los inmigrantes
¿Será la inmigración una de las grandes víctimas de la actual crisis económica? Es legítimo hacerse esta pregunta cuando observamos que, en casi todos los países de inmigración, se producen ataques cada vez más abiertos contra los logros de esos últimos años en materia de derecho de residencia y de integración. Los primeros estudios serios sobre las consecuencias de la crisis en materia migratoria permiten poner de relieve varios elementos.
Si tomamos el caso de España, constatamos en 2008 una menor presión de flujos migratorios legales no comunitarios, pero, en cambio, una presión creciente de migraciones internas de la UE. Eso es una ilustración casi mecánica de la circular adoptada por el Parlamento Europeo en junio de 2008, basada sobre el principio de que, al no poder penalizar la inmigración de los nuevos comunitarios de los países del Este, hay que penalizar la de los no comunitarios. Pero constatamos, igualmente, debido al endurecimiento de las condiciones de entrada y de acogida, un aumento del número de entradas ilegales de los no comunitarios en la Europa de la zona euro. Y todo parece indicar que en los próximos años aumentarán en todas partes las bolsas de trabajadores clandestinos.
Los extranjeros instalados en Europa se quedarán, pase lo que pase
Esta situación viene acompañada de una degradación de las condiciones de vida de los inmigrantes legalmente instalados: el desempleo que afecta a éstos ha crecido un 5,2% aproximadamente (más de 470.000 extranjeros, especialmente en sectores como la construcción o, en el futuro, los servicios), aunque las cifras muestren que la incorporación de inmigrantes al mercado laboral sigue siendo importante. La crisis también revitaliza fuertemente la economía informal, que se alimenta sobre todo de estos trabajadores sin derechos. Comporta igualmente una bajada drástica de las remesas (cerca del 7,1% menos) hacia los países de origen.
Pero lo más grave son las consecuencias de esta crisis sobre las políticas de integración puestas en marcha en estos últimos años. Los recursos disminuyen en todas partes, como, por lo demás, los que se dedican a la ayuda al desarrollo. En España esta disminución del presupuesto asciende en 2009 al 30% del presupuesto repartido entre las distintas comunidades autónomas y municipios. Esto tendrá consecuencias inmediatas sobre las políticas locales de integración, aun cuando el presupuesto global dedicado a estos programas no permitía responder de manera satisfactoria a las enormes necesidades de los municipios en esta materia. La crisis alimenta también la competitividad entre trabajadores inmigrantes y nacionales, y favorece ya la retórica de la culpabilización de los inmigrantes. En Italia, la extrema derecha de tendencia fascista, aliada del Gobierno de Berlusconi, utiliza el racismo para aterrorizar a los extranjeros. Emergen formas de apartheid, y la sociedad da por desgracia la impresión de acostumbrarse vergonzosamente a ellas.
Hoy día no resulta agradable ser extranjero e inmigrante en Europa. De manera general, la crisis radicaliza las tensiones, y son los estratos más débiles de la población los primeros en sufrirlas. Pero lo que no queremos ver es que, recortando el estatus de estas categorías, son los fundamentos mismos del Estado de derecho los que se ven amenazados. Es cierto que la inmigración nunca se ha considerado una prioridad de la política gubernamental, aunque los Gobiernos no duden en utilizarla para reforzar su postura ante la opinión pública. Pero nada sería más injusto que hacer creer que la inmigración es un elemento de esta crisis y que el regreso al país de origen es una solución a la misma. Los inmigrantes legalmente instalados en Europa se quedarán, pase lo que pase. Para evitar que se conviertan en chivo expiatorio de la crisis, más vale reforzar los programas de ayuda a la integración luchando contra las percepciones negativas y favoreciendo el acceso a la ciudadanía común. Más vale desarrollar programas de formación y de nivelación de los inmigrantes en paro para favorecer su reinserción en el tejido productivo, al mismo título que el resto de asalariados. Y más vale, por último, a imagen de lo que ocurre en otros países europeos, castigar las discriminaciones xenófobas en el trabajo y en la vivienda en lugar de permitirlo silenciosamente. La crisis debe ser una ocasión para reforzar el Estado de derecho para todos.
Traducción de M. Sampons.
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