El barrio que aprendió a dejar de disparar
En Carrefour Feville, uno de los distritos de peor fama de Puerto Príncipe, la destrucción alcanza al 60% de los edificios
En Carrefour Feville, uno de los barrios de peor fama de Puerto Príncipe, la destrucción alcanza al 60% de los edificios. El terremoto arrasó 19 de sus 27 escuelas públicas y las que quedaron en pie tienen tantas grietas que nadie se atreve a entrar. El hospital para enfermedades pulmonares está en ruinas, lo mismo que las seis clínicas de atención primaria. También se hundieron bastantes iglesias, que el seísmo no respetó credos ni dioses.
Este arrabal lleno de partidarios del antiguo presidente Jean-Bertrand Aristide, depuesto en 2004 durante la penúltima intervención de EE UU, era el escenario habitual de ajustes de cuentas entre bandas rivales y tiroteos por cualquier nimiedad. Lo llamaban el suburbio de los revólveres. "Con el color de tu piel no hubieras podido estar aquí ni un minuto. En Carrefour Feville no entraban la policía haitiana ni los soldados de la ONU", asegura el presidente de la comunidad, Patrick Massenat, y uno de los responsables del gran cambio.
Hoy es un barrio más o menos tranquilo y de los mejor organizados tras la catástrofe. Acostumbrados a carecer de Estado, funcionó la comunidad, muy activa desde 2007. De esa base popular y comunal nació hace unas semanas el proyecto Cash for work (Dinero por trabajo), financiado y dirigido por el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), que ha empezado a extenderlo al resto de la ciudad: 35.000 personas trabajan cada día en la retirada de los pequeños escombros y hay planes de duplicar esta fuerza laboral remunerada (4,5 dólares por jornada). El objetivo del PNUD es limpiar las calles e inyectar dinero en la economía local.
El gran éxito de este barrio habitado por 150.000 personas muy pobres no es que hayan enmudecido las pistolas, ni que el hombre blanco pueda pisar sus calles sin cambiar de residencia -del mundo de los vivos al de los difuntos-, ni que inventaran un programa que ha servido a la ONU. El gran éxito es la fábrica de reciclaje que dirige Patrick Massenat. De ella brota toda la fuerza de la comunidad, su prestigio para imponerse a las bandas. Esa fábrica de pastillas para encender fuego es el hilo de esperanza del que cuelga todo Haití, la prueba de que otro mundo es posible.
En la entrada, los trabajadores separan el papel y el cartón del vidrio, plástico y metal. "Estamos negociado con los americanos para que nos compren el vidrio y el plástico. Con el metal no sabemos qué hacer", dice Massenat.
El papel y el cartón pasan a la segunda fase de la cadena de montaje donde otros operarios lo separan en dos barreños, humedecen y trocean con las manos. En una tercera, dos hombres lo aplastan a golpes de mazo en dos morteros gigantes, como las mujeres africanas al desmenuzar el maíz. Más adelante el papel y el cartón se mezclan en una carretilla y la masa se le añade agua y serrín. Son latas vacías las que dan las medidas exactas hasta lograr tras sucesivos procesos unas pastillas que son un sustituto barato y limpio del carbón. Son 280 trabajadores, dos equipos de 140 que se turnan cada mes para que sean más los afortunados de tener trabajo. El 60% son mujeres.
"Con el dinero de la venta pagamos los salarios de los empleados y el mío y el resto revierte en la comunidad. Sirve, por ejemplo, para construir una escuela si se necesita. Esta fábrica ha conseguido que la gente del barrio se sienta orgullosa de lo que hace y de pertenecer a la comunidad. Ese sentimiento colectivo es el que ha reducido la violencia y permitido que la ONU envié sus soldados", dice señalado un puesto adelantado de militares de Sir Lanka, que más que un cuartel parece un fortín en territorio hostil. "Fabricamos mil pastillas al día. Si tuviéramos la maquinaria necesaria, podríamos llegar a 10.000. Creo que somos la única empresa de este tipo en Haití", añade.
En la puerta se agolpan decenas de personas. Son los dos turnos del proyecto Cash for work. Unos sudan; otros se disponen a sudar. En todos los rostros brilla satisfacción. No es porque limpian sus calles y permiten el acceso de los camiones de ayuda, que aún pasan de largo, como en la Calabuch del Bienvenido Mister Marshall. Tampoco es el salario. Es algo más. Esa sonrisa prendida en los labios y multiplicada en tanta gente es la felicidad de los que por fin se sienten útiles.
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