Un arco de crisis
Las preocupaciones estratégicas de Washington se centran en un arco de crisis que abarca desde el Mediterráneo al Índico, y comprende, de oeste a este, Israel-Palestina, Siria-Líbano, Jordania, Irak, Irán, y Afganistán-Pakistán. En ese contínuum geográfico de 3.850.000 kilómetros cuadrados y 325 millones de habitantes, hay menos de un 2% de cristianos y otros tantos judíos; 300 millones, de obediencia islámica, divididos en unos 200 millones de suníes y 100 millones de chiíes, más sectas emparentadas; unos 65 millones de árabes frente a 260 millones de asiáticos islamizados; entre los no árabes la lengua predominante es el urdu (Pakistán), con 100 millones; seguida por el farsi (Irán) con 70 millones; el pushtu, con 20 millones (Afganistán y Pakistán); el kurdo, con unos 10 millones en Irak, Siria e Irán; y otros 6 millones, el hebreo. Pese a la diversidad, el conflicto es sólo uno. Estados Unidos libra, con una modesta contribución occidental, dos guerras simultáneas en Irak y Afganistán, más zonas fronterizas de Pakistán, contra pueblos musulmanes, lo que en absoluto parecía molestar a su inductor el anterior presidente norteamericano George W. Bush, pero sí es percibido por su sucesor, Barack Obama, como un pésimo negocio de imagen. Y si Washington va cerrando el capítulo iraquí con fecha de caducidad militar en 2011, no por ello menos recurre en Afganistán a una abrumadora y contraproducente potencia aérea, que causa graves estropicios civiles en bodas y banquetes.
Desde Palestina hasta Pakistán, pese a la diversidad, el conflicto es sólo uno
La militancia se nutre en Irak de terroristas de Al Qaeda y un resto de radicales suníes que defiende el predominio de que gozaba bajo Sadam Husein; y en Afganistán, de talibanes o integristas religiosos del régimen derrocado en 2002; de poderes tribales que se alían a conveniencia con los talibanes; de señores de la guerra; y de bandoleros comunes. Estados Unidos ha recurrido este último año en Irak al llamado surge -irrupción- que consiste en estipendiar a más de 100.000 suníes que han dejado de hacer una guerra a la que se dedicaban desde que quedaron en paro con su desmovilización del Ejército en 2003. Ese sistema es el que quiere aplicar Obama en Afganistán, completado con la negociación con talibanes dispuestos a integrarse en un poder en Kabul, que sea suficientemente teocrático para darles cabida; en Pakistán, paralelamente, es el propio Gobierno quien aspira a negar apoyo local al terrorismo, acordando una autonomía en la aplicación de la ley coránica a territorios diversos, como ocurre en el valle de Suat, próximo a la zona donde se refugian los terroristas. Si en el primer caso, el antídoto fue dinero y poder; en el segundo deberá ser poder y dinero.
Obama ha nombrado a George Mitchell, maronita de origen libanés, como enviado especial para Oriente Próximo, lo que garantiza la imparcialidad; a Richard Holbrooke en idéntica posición para Afganistán-Pakistán, demócrata conservador, pero contrario a la simplicidad de Bush; a Dennis Ross, agente histórico de Israel, para el Golfo, pero no como enviado sino sólo asesor especial de la secretaria de Estado Hillary Clinton; y a Rahm Emanuel, tan israelí como norteamericano, de jefe de Gabinete. Pero otras operaciones que desmienten ese eclecticismo están ya en marcha. Mientras Clinton anunciaba la semana pasada un diálogo con Siria, dos enviados norteamericanos llegaban a Damasco y el embajador de este país árabe era recibido en EE UU, y la propia Clinton invitaba a Irán a una conferencia de Estados limítrofes sobre Afganistán, el 31 de este mes. Y Londres, a quien tanto gusta hacer de edecán, reanudaba contactos con Hezbolá, la fuerza libanesa próxima a Teherán, que la UE y EE UU llaman terrorista.
El conflicto con Irán se reduce, por último, a que EE UU acepte que el país chií sea la gran potencia del Golfo, y decida sin interferencias si se dota o no del arma nuclear, como ya la tienen en el vecindario Israel, Pakistán e India. Pero ese acuerdo sería más fácil si hubiera progresos en Palestina. Y en una conferencia celebrada en el colegio de Defensa de la OTAN en Roma los pasados días 4 y 5, voces árabes resumieron lo que se esperaba de Washington: que la Casa Blanca fuera parte negociadora y no sólo gestora, hasta imponer, si llegaba el caso, una solución aceptable para los palestinos; que la paz se extendiera a todo el mundo árabe; y para hacerlo posible, que se congelase la colonización israelí de los territorios.
Ése es el arco de la crisis para Obama. Y en su centro, Palestina.
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