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LITUANIA | EL ESPECTRO DE LA DEPENDENCIA ENERGÉTICA | Veinte años de la caída del Muro

Vilna teme el abrazo de Moscú

El país báltico cerrará en diciembre la planta nuclear de Ignalina, del modelo de Chernóbil, que cubre el 70% del consumo eléctrico

Andrea Rizzi

Uno a uno, símbolos y legados de la Unión Soviética han ido desapareciendo del mapa de Lituania. Al igual que sus vecinos letones y estonios, los lituanos se han dedicado con esmero a la tarea en casi dos décadas de independencia. En el noreste del país, sin embargo, a unos cinco kilómetros de Bielorrusia, se yergue una espantosa catedral soviética de la que los lituanos no querrían desprenderse. Es la central nuclear de Ignalina, dotada de un poco tranquilizador reactor RBMK-1500: la generación de reactores de Chernóbil. Un impresionante monstruo soviético que, paradójicamente, ha garantizado hasta ahora a Vilna la independencia energética de Moscú. La planta produce la energía que cubre el 70% del consumo eléctrico del país.

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El problema es que Ignalina no sólo tiene el reactor que tiene sino que, además, no cuenta con una estructura para su aislamiento. Ese grave e irremediable fallo indujo a la UE a exigir a Lituania el cierre de la planta, que fue pactado -antes de que el país accediera a la Unión- para el 31 de diciembre de 2009. Así, Ignalina también está a punto de desaparecer del mapa. Y lo que queda, en ese mapa, son unas tuberías que llevan al mismo sitio: Rusia.

La localidad de Visaginas fue construida en los setenta para acoger a los trabajadores de la central y sus familias. Es un espeluznante estandarte de los vicios del urbanismo soviético y parece deliberadamente concebida para que la gente no se encuentre, no se reúna -no sea feliz, llega a pensar uno-.

La ciudad parece el epicentro de la tormenta perfecta que se está abatiendo sobre Lituania en 2009: Caída del PIB del 18%, déficit alrededor del 10%, paro en el 14% y, desde el 1 de enero, gran subida de la factura energética.

En un centro comercial que es el único reducto donde hay algo de roce de humanidad en una fría mañana otoñal, Olga, Clarissa y Natasha admiten "temer el futuro" y que con la central se apague la ciudad, que tiene unos 30.000 habitantes. Visaginas tiene sus motivos particulares pero, tras años de eufórico crecimiento, la angustia parece haberse instalado en muchas almas de este país.

"Creemos que el impacto del cierre de Ignalina será inferior a lo que se había pensado en un primer momento, pero desde luego será una presión adicional sobre la economía del país", observa la ministra de Finanzas lituana, Ingrida Simonyte, durante una entrevista celebrada en su ministerio. "El problema es que en pleno ciclo negativo nos hemos visto obligados a reducir el gasto y subir los impuestos. Pero con un déficit que viajaba hacia el 18% del PIB, no teníamos más remedio que actuar así. Es muy doloroso. Al principio había algo de grasa que tocar, pero ahora sólo quedan carne y huesos. Sin embargo, es necesario", explica la ministra.

"Considero razonable situar alrededor de un 50% o 60% la subida del precio de la energía tras el cierre de Ignalina", apunta Vytautas Nauduzas, responsable de Asuntos Energéticos en el Ministerio de Asuntos Exteriores. "Pero eso no es todo. El corazón de la cuestión son los miles de millones de euros que serían necesarios para establecer o reforzar las conexiones energéticas con otros países de la UE". Actualmente, de facto, Lituania es una isla energética con un único puente hacia Bielorrusia y Rusia.

La UE ha destinado -y en gran parte ya desembolsado- 1.300 millones de euros para ayudar a Lituania en la transición de Ignalina al futuro. Pero hay consenso entre los expertos en observar que el país no ha impulsado con la antelación y fortaleza necesarias los proyectos capaces de garantizarle seguridad energética. La construcción de una nueva central nuclear en Visaginas, en cooperación con Estonia, Letonia y Polonia, es objeto de diálogo desde hace años. Y sigue en el estadio de las palabras, fundamentalmente por falta de consenso político en el Parlamento lituano.

Así, las garras del Gran Oso, creen muchos lituanos, volverán a agarrar el cuello de su país 20 años después. La perspectiva no hace tirar cohetes en Vilna, aunque tranquiliza los ánimos el hecho de que las tuberías lituanas son también las que abastecen el enclave ruso de Kaliningrado. Ello complica la posibilidad de repentinos cortes de suministro de tinte político.

Mientras, los lituanos parecen soportar con cierto estoicismo las tremendas adversidades. Su país fue de entre los últimos en abrazar la religión católica, a finales del siglo XIV. Hasta entonces resistieron aquí reductos de paganismo, a los que se debe quizá algún rasgo de su carácter, y sin duda la supervivencia de nombres tan sorprendentes como Giedre, traducible como "cielo azul".

También sobrevive admirablemente una noble cualidad quizá heredada de la aventura soviética: la plena integración de la mujer en la sociedad. Ello, a pesar de que ahora en las cervecerías de Vilna hayan empezado a servir birra a las señoras con vasos distintos de los de los caballeros.

La ministra Symonite subraya algunos datos que apuntan a que lo peor ha pasado. La caída del PIB parece haber tocado fondo y bonos de deuda lituana han sido vendidos bien hace unos días. "Pues oye, mejor dependencia energética que yugo militar", concluye un guardia forestal de Visaginas, que no quiere se publique su nombre.

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Sobre la firma

Andrea Rizzi
Corresponsal de asuntos globales de EL PAÍS y autor de una columna dedicada a cuestiones europeas que se publica los sábados. Anteriormente fue redactor jefe de Internacional y subdirector de Opinión del diario. Es licenciado en Derecho (La Sapienza, Roma) máster en Periodismo (UAM/EL PAÍS, Madrid) y en Derecho de la UE (IEE/ULB, Bruselas).

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