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Columna
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A Raúl le toca jugar

Le gustara o no a Barack Obama, la cumbre de las Américas que se celebrará en Trinidad Tobago del viernes al domingo iba a rezumar Cuba por todos los poros. Y el presidente estadounidense se ha anticipado con el levantamiento de las restricciones a la visita de cubanoamericanos y envío de remesas (en especie y metálico) a la isla antillana en un movimiento para desinflar la ofensiva de los que quieren que cese el embargo de Estados Unidos. No sólo Evo Morales había prometido presentar una resolución en ese sentido en nombre de Venezuela, Ecuador, Nicaragua y su país, aunque no está claro que el líder boliviano pueda asistir por una sarracina en La Paz, sino que hay un acuerdo apoyado por Brasil, Argentina, Chile, El Salvador, Paraguay, entre otros, de que ha expirado el tiempo de las exclusiones.

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El fin de esas restricciones es, sin embargo, sólo un apunte limitado. Y la liberalización se puede entender de dos maneras. Es imposible negar la motivación táctica con la intención de difuminar la kermesse procubana que había preparado el presidente venezolano Hugo Chávez, para subrayar, en especial frente al presidente brasileño Luiz Inácio Lula da Silva, su liderazgo de la izquierda latinoamericana; pero, aún así, Obama puede prever ese paso como el primero hacia una normalización de relaciones, o, simplemente, como un esperar y ver, en el que nadie tenga prisa por ir más allá de lo estrictamente humanitario.

Si es, como habría que suponer, un comienzo, la continuación de ese deshielo podría extenderse, como ha subrayado el analista norteamericano Peter Hakim, a lo académico y lo deportivo. Visitas recíprocas de profesionales de la cultura, o como sucedió con China en los años setenta, algo parecido al encuentro de ping pong entre equipos de Washington y Pekín que dio paso a contactos, entonces secretos, para discutir, como cuestión de fondo, la guerra de Vietnam. Pero aquí no hay segundas lecturas y aunque se observara una necesaria discreción, América Latina saldría ganando y el crédito de Obama también cuanta más luz y taquígrafos presidiera esas conversaciones.

Cuando Raúl Castro, hermano menor de Fidel, asumió el 24 de febrero del año pasado la presidencia, ya no interina por enfermedad del líder histórico, sino en plena titularidad, se especuló con los cambios por venir. El analista de la CIA Brian Latell, primer biógrafo occidental del segundo Castro, afirmó en unas declaraciones a la revista chilena Qué pasa, que había comenzado la transición en Cuba; que si Fidel había sido el gran visionario de perfiles numantinos en la adversidad, Raúl era un señor hogareño, casado muy convencionalmente y con cuatro hijos, que iba a dedicarse a tratar de mejorar, sobre todo, la dieta alimenticia de sus 11 millones de compatriotas.

La permanencia de Fidel algo más que entre bambalinas, pergeñando una especie de legado político-moral con la publicación de sus reflexiones en el diario Granma, ha permitido sostener que el fundador seguía ejerciendo algún tipo de tutela sobre los asuntos de Estado, de forma que Raúl no pudiera avanzar demasiado en ese ensayo de transición. Ha habido, efectivamente, algunas medidas en sentido mini-privatizador para el aprovisionamiento de productos agrícolas; una extraña liberalización en la compra de ordenadores, pero sin permiso para que los particulares se sirvan de Internet; y un aliento menos que una brisa en la reglamentación de ocupaciones como camionero o transportista. Ni a paladares llega. Y, aunque ha sido notable la defenestración del ministro de Exteriores Felipe Pérez Roque y el vicepresidente Carlos Lage, reputados ambos de fidelistas -pero no de la primera hora, que fue Sierra Maestra-, han sido remociones para algo que no ha llegado todavía, en lugar de cambios trascendentales en sí mismos.

Por eso, la Transición-Raúl se encuentra ahora con que el primer movimiento de verdad es Obama quien lo ha hecho, de forma que la jugada se convierte en una nueva presión, tanto nacional como internacional, sobre el dignatario cubano para que diga lo que tiene que decir, aunque sea en vida del primer Castro. Lo mejor, en cierto modo, del anuncio de Washington ha sido que lo ha hecho en español -bien que fuertemente acentuado- el funcionario norteamericano de origen colombiano Dan Restrepo. Y como decía ayer en RNE Javier Valenzuela, bajo un presidente ajeno al club blanco y anglosajón, era todo un reconocimiento de que el castellano es una de las lenguas, la segunda, de Estados Unidos. A esa actitud es a la que debería responder Raúl.

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