Londres, Madrid y la lucha por el Estado
Durante la guerra civil en mi país, El Salvador, se nos juzgaba a los insurgentes como proyecto político cuando en realidad éramos solo un síntoma de una sociedad enferma de autoritarismo. Era imposible que una generación, que en su mayoría oscilaba entre los 16 y los 25 años, fuera una solución. Lo que da valor a una protesta o rebelión no es la coherencia de las demandas, si es que las presenta, sino la espontaneidad y la rapidez con las que se expande, y su masificación. Una protesta es cólera e indignación generalizadas y será siempre más emocional que racional. Cuando los jóvenes españoles tomaron las plazas de Madrid, algunos conservadores vieron esa protesta como un juego existencial; ahora que estallaron los motines de saqueadores en Londres se puede cometer el error de confundir la manifestación del problema con el problema mismo. Por ello, en este tipo de situaciones, no hay que preguntarse solo sobre lo que hay que hacer, sino también sobre lo que se dejó de hacer.
El saqueo como objetivo da a la revuelta británica el carácter de acciones criminales masivas
Lo que está ocurriendo en Reino Unido tiene enormes diferencias con relación a las violentas protestas griegas y a las pacificas españolas, que están conectadas directamente con la crisis económica. En Reino Unido no hay ni organización, ni propósito político, ni control y, a pesar de que el detonador fue una operación policial, no se las podría llamar protestas, de no ser por su generalización y espontaneidad. Lo más preocupante es que el saqueo violento de tiendas aparece como objetivo directo de los participantes. Un saqueo se puede presentar en cualquier protesta como acción circunstancial, pero no es común como propósito central. Esto le da a la violencia de Reino Unido el carácter inédito de acciones criminales masivas.
Cuando comenzaron los primeros saqueos en Londres fue obvio que la violencia se generalizaría en pocas horas y que la policía no podría controlar fácilmente la situación. El problema de las pandillas juveniles ha venido creciendo en los barrios británicos durante años. La crisis apareció cuando estas descubrieron las redes sociales y la vulnerabilidad de una seguridad basada más en la tecnología que en el despliegue policial en el terreno. Lo más cercano a lo ocurrido en Reino Unido serían los disturbios en Río de Janeiro en 2010, los bloqueos de avenidas en Monterrey (México) este año y los paros al transporte provocados por las maras en Centroamérica. En todos estos casos se trata de acciones masivas provocadas por pandillas en el contexto de una severa descomposición social. Obviamente el problema es más grave en los países más pobres, sin embargo los motines británicos han evidenciado un explosivo problema que puede repetirse en otras ciudades del primer mundo. Las pandillas pueden escalar de conductas antisociales hacia acciones criminales masivas.
Los pocos policías y las muchas cámaras que dan base a la seguridad británica no han resultado efectivas contra grupos de saqueadores que se concentran, dispersan y cambian de lugar fácilmente. No han podido ni disuadir ni capturar, y no podrán judicializar, los miles de casos de robo y violencia. Existen millones de jóvenes en el Primer y Tercer Mundo que ya no se sienten parte ni de sus comunidades, ni de su país. Esto, sumado al descontento por la falta de oportunidades, constituye una mezcla explosiva para generar caos y desobediencia. En Reino Unido no se hizo lo suficiente socialmente para detener el problema y, cuando explotó, no había fuerza suficiente para contenerlo. Lo paradójico es que el actual Gobierno aplicará recortes a escuelas, policías y prisiones.
Estamos frente a la crisis de los Estados en su capacidad para mantener la cohesión social, garantizar la seguridad y educar a los ciudadanos. Venimos de 30 años de mercados desregulados y Estados reducidos, y en Reino Unido apareció la consecuencia en su expresión más dramática para el mundo desarrollado. Si no se resuelve esta situación, la violencia podría volverse crónica. En los países pobres este mismo problema mezclado con el crimen organizado puede conducir a Estados fallidos.
La hegemonía del mercado durante varias décadas impuso a la sociedad un sistema de valores donde la política fue señalada persistentemente como corrupta, ineficiente y burocrática. Los empresarios fueron considerados seres superiores, mientras que maestros, policías y servidores públicos pasaron a ser ciudadanos de tercera. Los ricos se multiplicaron y el glamour de ostentar llegó a toda la sociedad. La revista Forbes incluyó, sin ningún reparo, a criminales como el Chapo Guzmán y Pablo Escobar en su lista. Corromperse se justificó porque tener se volvió más importante que ser. Los salarios de banqueros y futbolistas se despegaron de la realidad. Las enormes reservas de mano de obra no cualificada existente en los países pobres devaluaron el valor del trabajo y esto se mantendrá por muchos años. Hace 10 años el salario de un ejecutivo era varias decenas de veces mayor al de un trabajador y ahora es varios cientos de veces más alto.
Muchos de los empleos perdidos en la crisis de 2008 difícilmente retornarán, porque las empresas mejoran su rentabilidad con tecnología a costa de agravar la crisis social reduciendo empleos. Se dice ahora que el problema es que el Estado de bienestar es insostenible, pero el debate no es sobre asistencialismo, sino sobre seguridad. Si la situación sigue como hasta ahora, los conservadores tendrán que pensar en segregar naciones y barrios, expulsar inmigrantes masivamente y en crear ejércitos privados que protejan a los ricos. El dilema es claro: o se reducen las utilidades o se reducen los servicios sociales y los policías. Se trata de escoger entre la paz social o el glamour. Es cierto que hasta ahora no se ha inventado nada mejor que el mercado para crear riqueza, pero es igualmente cierto que no se ha inventado nada mejor que el Estado para crear seguridad.
Joaquín Villalobos fue guerrillero salvadoreño y es consultor para la resolución de conflictos.
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