Si Huntington tuviera razón
La más que probable confirmación de Sonia Sotomayor como juez del Tribunal Supremo de Estados Unidos hace pensar que los peores vaticinios de Samuel P. Huntington podrían estar comenzando a cumplirse.
El politólogo norteamericano, recientemente fallecido, publicó en 2004 Who we are (Quiénes somos), un sombrío vaticinio sobre el futuro de Estados Unidos, que, como subrayaba, durante la mayor parte de su historia había estado basado en una raza, la blanca; una religión, el protestantismo de preferencia calvinista o luterano; una etnia, la resultante de la fusión anglo-normanda, a la que podrían asimilarse germánicos y nórdicos; una lengua, el inglés; y, como coronación de tan afortunada serie de circunstancias, una ética del trabajo, un sentido de la civilidad, de responsabilidad compartida entre gobernantes y gobernados, como no la hay en el resto del mundo. Y la temible asechanza provenía de que otro grupo humano amenazaba con desvirtuar semejante compendio de virtudes. Esa raza o media raza o tornasol de razas procedía de América Latina; su religión era mayoritariamente la papista; y, si poseía ética alguna, no era la de los Padres Fundadores. El autor lamentaba en formato de elegía la desaparición de un mundo del que él estaba hecho a imagen y semejanza, y sobre el que la gran potencia mundial tenía copyright en exclusiva. Habría que explicar, sin embargo, cómo es que la única gran revolución que replanteó el mundo fuera la francesa, aunque Burke y Furet ya sostuvieron en épocas diversas que esa conmoción universal había sido innecesaria.
La primera revolución del mandato de Obama es la designación de la juez Sonia Sotomayor
La obra es una reformulación del Manifest Destiny, el Destino Manifiesto que tiene Estados Unidos de dominar el continente, eslogan periodístico hecho público poco antes de la guerra para despiezar México (1846-1848), que congregaba a dos tipos de seguidores: los que no querían anexionar territorio mexicano más allá de Río Bravo, porque detestaban la mezcla de razas, con lo que eran aún más racistas que imperialistas; y los que querían apoderarse de todo el país, cualquiera que fuese su color de piel, más imperialistas aún que racistas. Huntington habría estado con los primeros. Pero el que esté libre de pecado que tire la primera piedra. Todos los que en Europa lanzan anatema contra la infiltración del islam, la devaluación de usos y costumbres que suponen ancestrales y, por ello, irreprochables; los que querían enmarcar una constitución en la capa pluvial del cristianismo, que en su mayoría pretenden asimismo dejar a Turquía de nuevo a las puertas de Viena, tienen bastante que ver con Huntington y su rechazo del otro.
Barack Obama no parece compartir ese punto de vista. Solo es medio anglo, con el otro medio procedente de África; es, sin embargo, intachablemente protestante, pero cabe que su exposición a climas, culturas y credos diferentes le permita tender la mano a los que no han tenido tanta suerte como los inventores de Norteamérica. Una visión reconcomida de las cosas podría sostener, con todo, que el presidente norteamericano se halla mucho más cerca de Huntington de lo que parece; que la mejor forma de preservar las esencias del anglosajonismo, en versión del autor, sería inyectarle las dosis necesarias de su contrario para evitar el anquilosamiento cultural y político, la putrefacción en vida, la endogamia de Narciso; o lo que es lo mismo, cortar el brazo como sugería Tancredi. Esa visión de las cosas situaría a Obama en la línea de un reformismo inteligente, pero mientras no se demuestre lo contrario, y habida cuenta de que nadie es totalmente dueño de las consecuencias de sus actos, la primera gran revolución de su mandato es la designación de Sonia Sotomayor como primera hispana, puertorriqueña, insuficientemente blanca, con memoria genética de la lengua española, y nacionalmente formada en el catolicismo, que llega al Supremo, y con ello también la primera en condiciones de formular la política práctica que sienta el precedente.
El historiador británico Arnold J. Toynbee le dijo en una ocasión al padre de un amigo colombiano, con quien contemplaba las murallas de Cartagena de Indias, que porque aquellas imponentes paredes no habían caído -sí lo fueron, dos veces, pero siempre atacando desde tierra-, América Latina no hablaba inglés. Si la conquista se hubiera consolidado y el profético estudioso hubiese tenido razón, Huntington quizá no habría podido objetar a la marea procedente del Sur, y Estados Unidos ya no sería hoy todo aquello de lo que estaba tan orgulloso. Pero no parece que el presidente Obama vea las cosas de esa manera.
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