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Catástrofe en Japón
Columna
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Godzilla en Fukushima

En 1954 se estrenaba en Japón Godzilla, la historia de un monstruo que emergía del océano con los más aviesos propósitos, despertado por las pruebas nucleares norteamericanas en un atolón del Pacífico llamado Bikini, que habían contaminado de radiactividad a los tripulantes de un pesquero japonés. El recuerdo de Hiroshima y Nagasaki solo databa de 1945, y Godzilla tuvo varias secuelas. Pero la independencia, recobrada en 1952 con la firma de un tratado con Washington, y la formidable recuperación económica del archipiélago, exigían algún tipo de réplica a la metafórica amenaza de la bestia, y así nació una serie de robots para cine y TV que salvaban a la humanidad del pavoroso mutante. Uno de esos artefactos, Mazinger Z, de aspecto aún menos tranquilizador que el propio Godzilla, llegó a los televisores españoles en los años sesenta. Mientras hoy, un día tras otro, la central nuclear de Fukushima revela nuevas catástrofes, ese pasado explica cómo la fusión del átomo formatea el gran trauma nacional japonés.

La receta para el éxito de los gobernantes de Japón parecía ser oscuridad e incesante relevo del líder
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Durante más de medio siglo, el país ha estado gobernado por una coalición de hombres de negocios y altos funcionarios, bajo el nombre de Partido Liberal Democrático, cuya receta para el éxito parecía ser oscuridad e incesante relevo del liderazgo. El PLD llegó a un entendimiento tácito con Estados Unidos para alinear estrechamente su política con la de Washington; convertir el archipiélago en un gigantesco portaaviones norteamericano; y que las exportaciones niponas tuvieran libre acceso al mercado de la potencia protectora. El sistema era perfecto mientras China y la URSS fueran el enemigo. Para la guerra fría. La tragedia nuclear imponía, sin embargo, algunos afeites a la nueva Constitución japonesa. Tokio no podría tener Ejército, problema que se resolvería cambiando el nombre a Fuerzas de Autodefensa y prohibiendo las misiones militares en el exterior. Pero ello tampoco obstaba para que tuviera el quinto presupuesto militar del mundo. Y uno de los primeros ministros japoneses menos opacos, Eisaku Sato, completaba las renuncias consagrando en 1969 la Santísima Trinidad de la abstinencia nuclear: Japón nunca poseería, ni produciría, ni almacenaría o permitiría el tránsito de armas atómicas. Un acuerdo, entonces secreto, excluiría de esa desnuclearización a la mayor base norteamericana en la isla de Okinawa.

El fin de la guerra fría comenzó a minar la dominación del PLD, y el cambio parecía haber llegado en agosto de 2009, cuando el partido hegemónico era barrido por una coalición electoral encabezada por el Partido Democrático de Japón. Su líder, Yukio Hatoyama, había escrito en 1996 que el tratado "era una reliquia de la guerra fría", y asumía el poder con un programa de reequilibrio de las relaciones con Estados Unidos. Pero en enero de 2010 tenía que dimitir pillado entre sus promesas de que Washington evacuaría o trasladaría la base de Okinawa y la nula receptividad norteamericana. Así, Naoto Kan, el primer ministro más anónimo de la historia, era quien se enfrentaba torpemente al desastre, y esa opinión, hasta entonces parsimoniosa, disciplinada incluso al darse de bruces con el tsunami, empezaba a dejar de serlo cuando percibía que le habían ocultado la enormidad del accidente.

El ascenso de China junto a la sobreextensión de Estados Unidos en el mundo obligan hoy a Japón a pensarse de nuevo más allá del paraguas norteamericano. En el juego estratégico asiático hay cinco primeros actores. Tres grandes, Estados Unidos, China y el propio Japón, y dos de menor cuantía, Rusia e India. Y todos pretenden mantener las mejores relaciones con los restantes, superándose unos a otros en la carrera. Y en esa competición quien más vacila es Tokio. Si sus relaciones son buenas con Delhi, apenas un 1% de su comercio exterior obra en esa dirección, mientras que pasa del 20% con Pekín y del 15% con Washington. Sus intereses económicos comunes con China son cuantiosos, pero la agresión nipona al imperio del centro, que duró más de medio siglo hasta el fin de la II Guerra, lastra cualquier tentativa de asociación estrecha; contra Rusia mantiene la eterna reivindicación de las Kuriles; y de Estados Unidos le preocupa la atención prodigada a China, que contrasta con la insensibilidad sobre Okinawa.

En ese cuadro, el tsunami-temblor-fusión de Fukushima, además de pasar una factura de más de 100.000 millones de euros, debilita a Japón a la vez como aliado o rival. A 20 años de la guerra fría la catástrofe natural y el error humano complican extremadamente una redefinición del papel del Japón en el siglo XXI.

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