Civilizaciones que no chocan
Un politólogo norteamericano, Samuel Huntington, publicó en los años noventa un artículo, pronto convertido en libro, llamado a convertirse en una especie de manual de geopolítica para la infancia. El choque de civilizaciones predicaba el inexorable enfrentamiento entre culturas en la estirpe del Estudio de la historia del británico A. J. Toynbee, con su relación de civilizaciones que enumeraba como si fueran especies zoológicas. Los dramatis personae eran un Occidente del que no hacía falta predicar la inocencia por su condición de faro natural de la humanidad, y un islam, adecuadamente transformado en el íncubo por excelencia. Y ocurre que la proyección internacional de Al Qaeda, más desmesurada aún con la reciente muerte de su líder Osama bin Laden y el vocerío de sus acólitos clamando venganza, podrían darle a esa Vulgata del determinismo histórico una apariencia de razón.
Obama sabe que no son las civilizaciones las que chocan, sino criminales de ambas partes
Pero las civilizaciones no chocan, ni alumbran mundos nuevos, ni todo lo contrario. Determinadas acciones sí que provocan, en cambio, reacciones. En el apogeo del colonialismo, las potencias europeas, notablemente Gran Bretaña y Francia, con apósitos menores como Portugal, Italia, Alemania, y la nota al pie de España, desarrollaron una expansión planetaria que afectó, sobre todo, al África negra y el mundo árabe-islámico. Entre la invasión francesa de Argelia en 1830 y las independencias afroasiáticas de 1930 a 1960, Europa ocupó la práctica totalidad de África y el Asia exotomana.
La suerte que las potencias depararon al mundo negro-africano no resiste, sin embargo, la comparación con el colonialismo franco-británico de reinos y emiratos árabes. El África profunda recibió el tratamiento que se le da a una infancia levantisca, que no sabe lo que le conviene, y a la que hay que someter por su propio bien. Era lo que Kipling bautizó como "la carga del hombre blanco" y los burócratas de la III República "la misión civilizadora" de Francia en estado puro. Contrariamente, la existencia de Estados y formaciones políticas preexistentes dictaron fórmulas más elaboradas en el mundo árabe, desde el paternalismo del mariscal Lyautey en Marruecos, al reconocimiento británico -aunque mediatizadas- de las independencias de Egipto, en 1922, y del país del Fértil Creciente en 1930. Y a fecha de hoy, al imperialismo europeo la explotación del África negra le ha salido políticamente gratis. Intelectuales como el Nobel de literatura nigeriano Wole Soyinka pueden reclamar a Europa los costes indecibles del transporte de esclavos a América, en lo que Portugal y España han de asumir su cuota de responsabilidad, pero no existe una reivindicación unificada contra Occidente. Muy al contrario, Francia supo encumbrar contra anticolonialistas de talla como Frantz Fanon, a Sedar-Senghor, el inventor de la negritud, que no tenía gran cosa que reclamar.
El mundo árabe-islámico no solo fue, sino que es una gran civilización, enormemente consciente de sí misma, y la depredación que sufrió durante la era colonial y catástrofes contemporáneas como el conflicto con Israel, es la causa general de la que procede el binladenismo; pero solo como parte muy minoritaria de un resentimiento que puede entender, sin apoyar por ello la violencia, algunas de las reclamaciones históricas del terrorismo, y que es asimismo extrañamente compatible con una gran admiración por los logros occidentales, en especial de Estados Unidos, a quien contempla con amor despechado. Existe en el mundo árabe un sentimiento de que la gran potencia occidental, formalmente anticolonialista, no ha sabido hacerle justicia. Eso es lo que representó Nasser en los años cincuenta, cuando quería que un Washington generoso financiara la presa de Asuán, pero tuvo que apañarse con la opacidad moscovita. Y es también la reacción de la intelectualidad islámica que a la clamorosa derrota ante Israel en la guerra de 1967, reaccionaba sosteniendo que solo el abandono del verdadero islam había conducido al desastre. De ahí nacía el salafismo, del que Al Qaeda es el más sanguinario avatar.
Huntington era un ideólogo del waspismo -blanco, anglosajón y protestante- que enarboló sus verdaderos colores años más tarde, con un libro -Who we are- en el que hacía oposiciones a encabezar una versión light del Ku Klux Klan, escribiendo tan entusiasmado con la ya vetusta tesis de Weber sobre la ética del capitalismo como propiedad intelectual del mundo anglosajón, que parecía que lo que quería era que estallara ese enfrentamiento de civilizaciones. Bush II trabajaba también para ese fin. Pero ese no es el caso de Barack Obama, que sabe que no son las civilizaciones las que chocan, sino los criminales de una y otra parte.
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