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Columna
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Banalización de la geopolítica

Al presidente francés Nicolas Sarkozy le había pillado la jacquerie tunecina cambiándose de corbata, cuando hacía nada que varios de sus ministros se habían regalado vacaciones pagadas por déspotas norteafricanos. El primer ministro David Cameron necesitaba algún lustre exterior para que el único leitmotiv de su mandato no fuese el mayor recorte de gasto social de la historia británica. Tras el tunecino Ben Ali, Mubarak había caído en El Cairo, y parecía que casi obligadamente estallaba a continuación la revuelta en Libia, país del que ni uno ni otro sabían gran cosa. La intervención contra Muamar el Gadafi, "extravagante amigo de Occidente", permitiría a ambos hacer borrón y cuenta nueva, aunque eso no excluyera que deseasen ver florecer la democracia en el desierto. Nada es nunca del todo blanco o negro.

Ante la presente situación de tablas en Libia hay o pronto tendrá que haber asesores occidentales

Pero había que hilar muy fino. La opinión europea no asimilaría una procesión de féretros nacionales como precio del derrocamiento de un iluminado, que en una ocasión había empapelado de verde media Feria de Fráncfort para presentar al mundo su obra cumbre, el Libro de idéntico color. Y Estados Unidos, embrollado ya en dos guerras asiáticas y probablemente con insuficiente fuerza de origen extraeuropeo para tanto conflicto, aún tenía menos apetito de combate. Contra todo conocimiento empírico, seducidos quizá por la victoria aérea norteamericana sobre la Serbia de Slobodan Milosevic en los años noventa, ambos estadistas decidieron hacerse un Suez en miniatura: solo patrullar y bombardear desde el aire, para que, so pretexto de negar al dictador el uso de su aviación -que era virtualmente inexistente- ofrendar la victoria a un puñado de insurrectos sin DNI, de los que tampoco sabían absolutamente nada. Una resolución de la ONU, tan impenetrable como los textos más abstrusos de la patrística cristiana, sería el satisfecit internacional de la operación. El objetivo era acabar con el líder libio, pero no podía reconocerse abiertamente porque todo aquello exhalaba un espeso tufo colonial: dos potencias europeas haciendo la guerra para decidir quién había de gobernar el país de las arenas.

Y ahí comenzaba la deriva. Gadafi retenía el apoyo de parte de la tribalidad libia; durante más de 40 años había repartido la dádiva petrolera a su clientela, y tenía con qué pagar a sus tropas, nacionales o extranjeras; pero, sobre todo, el enemigo apenas era una algara tan voluntariosa como desharrapada, a la que malamente encuadraban unos cuantos agraviados del gadafismo. A diferencia de Egipto y Túnez, donde el Ejército había optado por desembarazarse de sus respectivos dictadores, la sucinta milicia de Trípoli había permanecido en su mayor parte leal al coronel, que se disponía, así, a barrer inexorablemente a sus contrarios. Por ello había que bombardear las columnas del dictador, que ya devoraban al sprint el territorio sublevado, así como ingeniar nuevas fórmulas de presión militar que no contradijeran frontalmente la intangible resolución de la ONU. De esa manera, ante la presente situación de tablas en la guerra hay o pronto tendrá que haber asesores occidentales sobre el terreno, pero no ¡cuidado! tropas de combate, que son las grandes fabricantes de ataúdes; y también discutir el eventual entrenamiento y armamento de la insurrección; junto a multiplicar las gestiones diplomáticas para que Gadafi comprenda que su futuro es el exilio.

Europa, pero también los Estados Unidos viven una era posheroica. Trípoli no vale no ya una misa, sino ni siquiera medio ofertorio. Lo de que Europa es Venus y Estados Unidos, Marte, es un cuento chino; a lo sumo, Saturno con su anillo. Y eso conduce a una extraña banalización, sangrienta, pero siempre a costa del prójimo, de la geopolítica de Occidente. Ganar la guerra, sí, pero calibrando los medios; virtuosamente. Desde la negativa del Consejo de Seguridad a aprobar en 2003 una resolución que legalizara la invasión de Irak, actitud acertada o no pero nítida, la legalidad de las decisiones geopolíticas que convienen al mundo occidental progresa hacia el caos. Es hoy peliagudo determinar por qué combate la OTAN en Afganistán. Por supuesto que para derrotar a la talibania; pero ¿en beneficio de quién?; ¿de un régimen corrupto, antidemocrático, que tampoco es verdaderamente amigo? ¡Qué nostalgia la del siglo XIX cuando la pax británica se imponía sin un respingo de vacilación y el derramamiento de sangre y la potencia de fuego que fueran necesarios!

Es esta una geopolítica prêt-à-porter, llamada a satisfacer las carencias o renuncias de Occidente. Por eso convendría pensarlo dos veces antes de meterse en casa ajena.

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